Volvía a casa
después del trabajo cuando, para mi sorpresa, me encontré con que las fuerzas
policiales estaban rodeando mi vivienda. Un agente me empujó hacia un lado de
la carretera diciendo:
—No puede pasar,
no puede pasar. Dé un rodeo, es peligroso.
—¿Un rodeo, dice?
Pero si no tengo otra forma de llegar. Mi casa es ésa de ahí —dije señalando
una parcela con una pequeña vivienda de dos pisos.
—¿Cómo dice?
Entonces, ¿es usted el propietario?
Al oír las
palabras del joven agente de policía, se me acercaron de repente un montón de
periodistas de distintos medios.
—Así que es usted
el propietario, ¿verdad? —me dijo uno poniéndome un micrófono en las narices—.
Por favor, denos su opinión al respecto.
Confundido, me
puse a parpadear:
—Estoy
sorprendido.
—Por supuesto, ya
me lo imagino. ¿Cuántos años lleva casado?
—Pues siete —dije
mientras empezaba a entrarme un temblor en las piernas del nerviosismo—. ¿Ha
hecho algo mi mujer? No habrá hecho nada malo, ¿verdad? No es una mujer que
cometa acciones temerarias. Es muy seria y buena, además de casta, bella e
inteligente.
—¡Ah! Entonces,
¿no sabe nada todavía? —En ese momento hubo un intercambio de miradas entre los
periodistas—. No, su esposa no ha hecho nada malo.
—Entonces, ¿ha
sido mi hijo? —Por un instante tensé el cuerpo y ladeé la cabeza—. Qué raro, mi
hijo sólo tiene cuatro años. No es precisamente una edad a la que se puedan
cometer acciones temerarias…
—Sus juicios nos
superan, francamente —dijo uno de los periodistas, impresionado—. Un fugitivo
ha entrado en su casa y se ha atrincherado.
En un abrir y
cerrar de ojos, otro periodista me volvió a poner un micrófono en las narices.
—¿Así que era eso?
Bueno, pues eso me tranquiliza —dije dirigiéndome al micrófono para después
sobresaltarme—. Pero, pero entonces, ¿mi mujer y mi hijo…?
—Han sido tomados
como rehenes —me reveló un periodista con cara de pena—. Por favor, denos su
opinión. —Otro periodista le regañó cuando me volvió a colocar el micrófono
ante la boca.
—¡Eh, tú! ¡Pero
espera un poco, hombre! ¿Cómo le vas a preguntar a alguien por la situación
antes de que sepa nada?
Sus colegas
empezaron a discutir.
—¡Tú te callas!
Tengo que llegar a tiempo para las noticias de las siete.
—¡Déjate de
caprichos! Queremos recoger un comentario oficioso más largo.
—Yo no tengo
tiempo que perder.
—¡Venga, hombre,
que haya paz!
Pero el caso es
que no se tranquilizaron.
—¡Un momento!
¡Quítense de ahí! Ya recabarán información después —dijo un hombre que tenía
pinta de ser el jefe de policía—. ¿Es usted el propietario de la vivienda? Soy
el inspector Dodoyama, de la Dirección de Policía de la prefectura. Le contaré
lo que ha ocurrido. Hoy, poco después del mediodía, un asesino llamado Ogoro
Gorō[34], condenado a veinte años de prisión, se ha fugado de la
cárcel de Utsubo. Este peligroso y sanguinario criminal asaltó la comisaría que
había cerca de la cárcel, agarró por el cuello a un pobre agente de policía, le
quitó la pistola y lo mató de un disparo. Hacía mucho tiempo que Ogoro quería
reunirse con su mujer y su hijo. La esposa de Ogoro es muy guapa y, poco
después de ingresar en la cárcel, él se enteró de que pensaba casarse de nuevo.
Ahora esa propuesta de matrimonio está en pleno trámite. Cuando a Ogoro le
llegaron rumores en la prisión, se molestó mucho, y hoy por fin se ha decidido
a cometer este delito. La casa donde vive la esposa de Ogoro está al este del
barrio. Estábamos seguros de que Ogoro volvería allí, y por eso le tendimos una
emboscada cerca de su vivienda. Sin embargo, el homicida, que había recorrido
un largo trayecto para ver un momento a su familia, descubrió a unos agentes
que no habían sabido esconderse bien y se puso hecho una furia en un arrebato
de cólera. Nosotros lo perseguimos, pero se refugió en la casa de usted. Y
entonces tomó como rehenes a su esposa y su hijo. Como lo que Ogoro quería era
reunirse con su familia, lo que hizo fue amenazar con matarlos si no se los
llevábamos… ¡Eh! —exclamó de sopetón.
Yo pegué un bote:
—Disculpe.
—No, no es que
esté enfadado con usted. Es por esos dos cámaras. No pueden acercarse a su casa
sin más. El asesino podría cabrearse. ¡Estúpidos! Esto… Veamos, ¿por dónde
íbamos? ¡Ah, sí! Fue entonces cuando decidimos traer hasta aquí a la mujer y al
hijo de Ogoro. Pero la esposa se asustó muchísimo y nos dijo que antes que
acercarse a Ogoro, se pegaba un tiro, y por mucho que intentamos convencerla se
negó a salir de su vivienda.
—Y, en definitiva,
¿qué medidas está tomando la policía? ¿En qué situación se encuentran en estos
momentos?
—Bueno…, pues
ahora estamos en apuros, la verdad.
—Pero entonces,
dígame, ¿cómo están mi mujer y mi hijo? —dije, e inmediatamente me puse a
llorar ofuscado. Lo único que tenía en la cabeza era que algún día ese criminal
me las pagaría todas juntas—. ¿Están bien? ¿Cuántas horas han pasado desde que
se atrincheró en mi casa?
—Pronto hará dos
horas. Hemos tardado mucho tiempo en conseguir el número de teléfono de la
oficina donde usted trabaja, y, cuando por fin hemos contactado con su empresa,
usted ya había salido. Hace un momento hemos podido oír la voz de su mujer y su
hijo por teléfono. Todavía están a salvo.
—¿Cómo que todavía
están a salvo? ¡Vaya una manera brutal de decirlo! —Con lágrimas en los ojos,
le pregunté qué quería decir con eso—. Parece que está claro que pronto vayan a
dejar de estarlo…
—No, no, disculpe.
Han estado a salvo un buen rato.
—Pues, oyéndolo a
usted, uno no tiene esa sensación, la verdad.
—Perdóneme. No me
he expresado correctamente.
—En fin, no
importa. Pero, vamos a ver, ¿es posible hablar por teléfono con ese Ogoro?
—Sí, eso es
posible —respondió Dodoyama, el inspector de policía, con un aire sumamente
triunfalista—. Para evitar que Ogoro se excite innecesariamente si lo llaman de
fuera los curiosos, hemos cortado un extremo de la línea telefónica, pero
después hemos instalado un aparato conectado directamente con su casa a través
de una centralita. Así que está todo dispuesto para poder hablar con él.
—Y esa centralita,
¿dónde está?
—Dentro de ese
coche patrulla, el que está aparcado en ese callejón.
—Bien, pues en ese
caso póngame, por favor, en contacto con Ogoro. Voy a ver si lo puedo convencer
—dije con elocuencia y confianza—. En mi época universitaria fui capitán del
club de oratoria…
—¡Ah!, así que del
club de oratoria… —Dodoyama, de repente, mostró un semblante de aturdimiento
total y, como quien pide ayuda, echó una mirada a su alrededor—. Verá, si
intenta convencerlo con mucha elocuencia, creo que lo que conseguirá será el
efecto contrario, y hará que se encolerice enormemente. El caso es que Ogoro es
muy tartamudo y tiene un complejo de inferioridad que hace que odie a las
personas que hablan y discursean bien. —Dodoyama me echó una mirada indiscreta
con ojos airados—. Además, usted es muy apuesto y, para colmo, muy elegante.
—Bueno, eso no se
ve cuando se habla por teléfono, ¿no le parece?
Él lo negó
rotundamente con la cabeza.
—¡No, qué va! Ese
individuo siente una aversión feroz hacia los asalariados como usted, amado por
su esposa y su hijo en un entorno feliz. Así que, con sólo llamar por teléfono,
montará en cólera y se cargará a su esposa y a su hijo.
—Pero yo no
pertenezco a ninguna élite.
—¿Cómo que no? Por
supuesto que sí —asintió Dodoyama resueltamente—. Eso se nota al ver su cara y
su ropa.
Probablemente, el
que tenía un extraño complejo de inferioridad respecto a los trabajadores de
empresas era el propio Dodoyama.
—Entonces, ¿no hay
nada que yo pueda hacer? —dije con voz turbada. Y a continuación, sin evitar
que se me torciera el gesto pregunté—: ¿Es que no se puede hacer otra cosa que
permanecer aquí inmóviles mirando lo que sucede?
En los ojos de
Dodoyama relampagueó un complejo de superioridad al ver el estado en el que me
sumía según iba desplomándose mi yo. Levantó el labio superior con delectación
y, con la cara rebosante de felicidad, dijo:
—Confíe en la
policía.
Su rostro
reflejaba su diversión al pensar que, aunque yo fuera un apuesto trabajador de
la élite, me resultaría imposible llevar las cosas a buen puerto. Por un
instante sentí que el Dodoyama que tenía delante de mí era un cómplice del
autor del crimen. Y estaba seguro de que él, por un momento, había sentido el
mismo placer que siente un agresor.
Pensé recriminarle
que me hubiese dicho que confiara en la policía, cuando no estaban haciendo más
que poner en peligro la vida de las personas, pero el periodista impaciente que
momentos antes me había puesto el micrófono en las narices apareció por un costado
y se entrometió en la conversación.
—¿Ya han terminado
de hablar?
Dodoyama asintió
con la cabeza.
El periodista
volvió a ponerme el micrófono delante.
—¿Podría dedicarme
unas palabras, por favor?
También el resto
de informadores se concentraron a mi alrededor, mientras sacaban sus blocs de
notas.
—La verdad es que
compadezco a ese criminal de Ogoro —dije después de meditarlo mucho—. Entiendo
perfectamente que quiera reunirse con su esposa y su hijo. No puedo imaginar la
amargura que debe suponer el hecho de que una familia viva separada. Además,
también comprendo perfectamente, y me duele, que se haya escapado de la cárcel,
puesto que yo también quiero mucho a mi mujer y a mi hijo.
Uno de los
periodistas puso los ojos como platos.
—Oiga, ¿eso lo
dice en serio?
El periodista que
estaba agarrado al micrófono empezó a vociferar salpicando saliva.
—Eso es mentira,
hombre. Este tipo está pensando en el momento en que su voz llegue al
secuestrador, cuando se retransmita por la radio y la televisión, y está
apelando a la compasión ganándose su simpatía. Por eso habla con ese empalago.
Está claro que es por eso. Está aprovechándose de los medios de comunicación,
menospreciando a los periodistas y a los medios.
Me quedé mirando
al periodista, que levantaba los ojos y seguía chillando, y entonces pensé que
esos tipejos también se habían convertido en mis agresores. Ahora eran mis
enemigos.
Me acerqué a
Dodoyama, que daba instrucciones con desenvoltura a sus subordinados, y le
dirigí la palabra:
—Usted ha dicho
que no hay manera de convencer a la esposa de Ogoro.
—De lo que no hay
manera es de que ella acepte intentar convencer a Ogoro.
—Está bien,
entonces yo intentaré convencerla para que lo haga —dije—. Si se lo pido a
ella, que es la esposa de un criminal, no se podrá negar por responsabilidad y
por humanidad, y si Ogoro escucha la voz de su esposa, se desatarán sus
sentimientos.
—Pues en eso tiene
razón —dijo Dodoyama mirando a su alrededor, y entonces se dirigió al policía
que hacía un rato me había apartado a un lado de la carretera—. ¡Eh, tú! Haz el
favor de acompañar al señor a la casa de la mujer de Ogoro. —Acto seguido, se
volvió hacia mí—. Este hombre se llama Anchoku. Lo va a conducir hasta la casa
de Ogoro en un coche patrulla. Así que, una vez que haya convencido a la esposa
del tipo, él lo traerá de vuelta.
—Entendido.
—¡Vamos, pues!
Anchoku y yo nos
subimos en los asientos delanteros del coche patrulla. Los conocidos del barrio
se quedaron mirando el vehículo, contemplándome de arriba abajo como si yo
fuera un delincuente escoltado. Todos sin excepción tenían un semblante lleno
de curiosidad y de superioridad. Y pensé que también esos individuos eran
agresores, enemigos.
Salimos a duras
penas de la nueva zona residencial, por entre un hervidero de fuerzas
policiales, periodistas y mirones, y el coche patrulla partió hacia la zona
este, un lugar con abolengo, que se encontraba separado por una carretera.
—La mujer de Ogoro
es una belleza —me dijo Anchoku secándose el sudor de la cara con un pañuelo
manchado de color grisáceo—. Tiene montones de admiradores que van detrás de
ella. Quiere divorciarse de Ogoro, y parece que no hay nada que hacer. Dice que
ya no quiere saber nada de él. Por eso no es probable que vaya a convencer a
Ogoro. En resumen, no parece que sea una mujer que va por ahí convenciendo a
terceros.
—¿Ah, sí? —dije
mientras meditaba sobre el asunto.
Intentar convencer
a una mujer así sería una pérdida de tiempo. Quizá fuese mejor recurrir desde
el principio a medidas drásticas, más directas. Por eso mismo el policía
Anchoku era un obstáculo para mí. Seguí absorto en mis pensamientos, a la
búsqueda de algún método adecuado a las circunstancias.
Mientras seguía
meditando, el coche patrulla se adentró en la zona comercial llena de hileras
de casas viejas y se detuvo a la entrada de una callejuela. Anchoku y yo nos
bajamos del coche, nos metimos por el callejón sin salida hasta el segundo
edificio desde el fondo, donde estaba la casa de Ogoro. Nos paramos delante de
una puerta corredera enrejada con cristal esmerilado. Como cabía esperar, allí
también había movimiento de medios de comunicación. Al verme escoltado por
Anchoku se imaginaron de qué iba la cosa, porque uno de ellos estuvo a punto de
hablarme, aunque se contuvo por la presencia del policía.
—Eso después. Esto
es un asunto de importancia.
—¡Toma, y lo
nuestro también! —espetó exasperado el periodista, y, torciendo el gesto, se
separó de nuestro lado.
—¡Con permiso!
—dijo Anchoku abriendo la puerta corredera.
—Si son de la
prensa, ya pueden irse por donde han venido —contestó una voz chillona de mujer
desde el fondo de la vivienda.
—¡Policía!
—Con más motivo
aún ya pueden retirarse. Si vienen para ver si convenzo a Ogoro, no pienso
hacerlo, así que…
Anchoku me hizo
señas con los ojos para entrar de todos modos. Irrumpimos en el piso de
hormigón[35] y cerramos la puerta corredera tras nosotros.
La joven mujer,
que, aun siendo bella, tenía unas facciones duras alrededor de las cejas,
apareció en el vestíbulo.
—¿Qué pasa?, ¿qué
es esto? Entrar como Pedro por su casa…
Yo le hice una
reverencia con cortesía.
—Disculpe usted.
Esto…, ¿es usted la señora de la casa? Eh… —No sabía cómo referirme a su
relación con Ogoro, así que de momento me limité a decir—: Esto…, el señor
Ogoro…
—No me nombre a
Ogoro, por favor. Yo ya no tengo nada que ver con ese tipo.
—Pero usted está
casada con él, ¿no es así? —dijo Anchoku medio enfadado—. ¿No son acaso marido
y mujer? Por mucho que diga que es un asesino, mientras no se divorcien seguirán
estando casados, ¡digo yo!
—¡No somos un
matrimonio, y punto! —le respondió a gritos la esposa de Ogoro—. El hecho de
que un matrimonio lo sea o no ¿es algo que puedan saber los demás?
—No entiendo lo
que me dice, señora.
En ese instante
apareció un niño de unos seis años, se colocó al lado de la esposa de Ogoro y
nos miró de arriba abajo a Anchoku y a mí.
—Pues…, esto… —me
puse a hablar tranquilamente reprimiendo a Anchoku—. Por mucho que odie a
Ogoro, parece ser que él no se olvida de usted ni de su hijo. Por eso le digo
que…
—Eso no es asunto
suyo. Y ahora, si me permiten, tengo que irme a trabajar. Tengo turno de noche
y debo cambiarme, así que si me disculpan… —respondió mientras se disponía a
meterse en la casa.
Anchoku le gritó:
—¿Por qué no escucha
lo que tiene que decirle este hombre? ¡Ogoro tiene retenidos a su mujer y a su
hijo!
En el momento en
que Anchoku, con gesto totalmente serio, se puso a gritar exasperado, extraje
un bate de béisbol para niños de un paragüero, al que le había echado el ojo
hacía rato. Lo levanté, apunté a la coronilla de Anchoku y lo estrellé con
todas mis fuerzas contra él.
—¡Zaaas!
Se oyó un ruido
seco y, por un instante, se me quedó el brazo derecho entumecido y sentí una
mezcla de placer y de culpa. Anchoku se cayó hacia delante, en posición de
firmes como estaba, y su frente se estrelló violentamente contra la esquina del
resalte de entrada a la casa.
—¿Qué ha hecho?
—me preguntó la esposa de Ogoro, al tiempo que se sentaba sin esperanzas en
medio del recibidor, con los ojos como platos—. U… usted acaba de matar de un
porrazo al policía, ¿se da cuenta? Se va a armar una buena.
—Seguro que no
está muerto. Con mucho, se habrá desmayado —dije mientras le quitaba la pistola
a Anchoku y apuntaba con ella a la esposa de Ogoro.
—Pórtate bien.
Venga, échame una mano. Hay que sacar al madero y cerrar la puerta con llave,
¿entendido?
—¿Cómo? ¿Qué
piensa hacer? —La esposa de Ogoro se acercó a su hijo, se abrazó a él y empezó
a temblar, a la vez que se tambaleaba.
Yo seguía apuntándoles
con la pistola, y, con grandes dificultades, le quité a Anchoku el cinturón en
el que llevaba su pistolera y me lo coloqué en la cintura.
—¡Vamos! ¡Rápido!
¡Venid aquí! ¡Agárrale las piernas!
La esposa de Ogoro
se puso en pie tambaleando y bajó al piso de hormigón. Yo abrí la puerta
corredera, cogí a Anchoku por la solapa con una sola mano, le dije a la esposa
de Ogoro que lo agarrara por ambas piernas y lo sacamos afuera arrastrándolo
hasta el callejón que había a la entrada de la casa. Pesaba lo suyo, todo hay
que decirlo. Volvimos a casa, y obligué a la esposa de Ogoro a que cerrara con
llave la puerta corredera.
—No me haga nada,
se lo pido por favor —me dijo con las piernas temblándole.
Entré en el salón
con los zapatos puestos, estiré al niño del hombro y, apuntándole en la carita,
le ordené a la esposa de Ogoro:
—Si haces lo que
te diga, no te pasará nada. ¡A ver! Cierra todas las puertas exteriores de la
casa y enciende todas las luces.
—Se lo ruego, no
le haga nada a mi hijo —dijo la esposa de Ogoro entre sollozos.
—¡Qué niño tan
precioso para una arpía como tú! Deja de preocuparte y cierra cuanto antes
todas las puertas exteriores.
Al fondo del
vestíbulo había un salón de seis tatamis[36] y al otro lado, un
corredor que daba al jardín posterior. La esposa de Ogoro, con lágrimas en los
ojos, empezó a cerrar la puerta del corredor que daba al jardín.
Entretanto, fuera,
en la entrada de la casa, se oía un gran bullicio. Hasta había un tipo que
llamaba a la puerta corredera.
—¿Qué pasa? ¿Qué
pasa?
—¿Ha ocurrido
algo?
—¡Eh! ¡Abran!
¡Abran!
—¿Está todo bien?
—¿Qué ha sucedido?
Explíquennos la situación ahí dentro.
—Pero ¿qué es lo
que ha pasado?
En aquel salón de
seis tatamis había una luna de tres espejos que no pegaba nada con la casa, y,
sobre la mesita situada a un costado, un teléfono que empezó a sonar. Yo me
acerqué mientras seguía de cerca al chiquillo, sin dejar de apuntarle con la
pistola en la nuca. Con la mano que tenía libre agarré el auricular.
—¿Sí?, ¿quién es?
—Hace un momento,
de la entrada de la casa ha salido rodando un policía al que le han partido el
cráneo —me dijo una voz de varón joven—. ¿Ha pasado algo dentro de la casa?
—¿Y tú quién eres?
—Soy uno de los
periodistas que están apelotonados como hormigas delante de la vivienda. ¿Es
usted el señor Ido? Su mujer y su hijo están retenidos por Ogoro, ¿no?
—¡Y yo no hablo
con periodistas! —le repuse gritando—. ¡Vosotros sois mis enemigos!
—Nosotros no somos
sus enemigos, hombre.
—Eso es lo que
vosotros os creéis. Los periodistas sois los enemigos de todo aquel que se ve
envuelto en un delito. Y la policía también. Sin embargo, con la policía sí
quiero hablar. Házselo saber a la policía —dije, y colgué el auricular del
teléfono como si lo estrellara contra algo. Después me volví hacia la esposa de
Ogoro, que estaba a mi espalda, paralizada de miedo—. ¿Hay alguna otra entrada
o salida? Si las hay, ciérralas todas. Y sujeta todas las ventanas con clavos.
También la del baño. Si entra alguien, tú y tu hijo os vais al otro barrio.
El niño, asustado,
empezó a llorar. La esposa de Ogoro juntó las manos para rezar y dejó caer una
lágrimas sobre los abultados senos que dejaba adivinar su vestido.
—Se lo ruego. Iré
a donde sea para convencer a Ogoro.
—¿Convencer a
Ogoro, eh? —exclamé—. Y ¿por qué no has dicho eso desde el principio? Ahora ya
es tarde.
Le di un empujón
al niño, que se fue corriendo hasta donde estaba su madre y se puso a llorar a
todo trapo. La esposa de Ogoro lo detuvo con los brazos y, llorando a gritos,
se hincó de rodillas sobre el tatami.
—Si intentáis
escapar, os dispararé, ¿entendido?
A esas alturas,
madre e hijo mostraban su amor mutuo abrazándose con cariño. Como no sabía
hasta cuándo iban a seguir sollozando, chasqueé la lengua y eché un vistazo a
la casa. La vivienda de los Ogoro era de una sola planta. Cerré bien todas las
ventanas y me dispuse a abrir la puerta del baño.
—¡¡¿¿Eh??!!
En ese instante vi
a alguien que parecía un periodista intentando entrar por la ventanita del
baño. Sudaba la gota gorda porque se había quedado atascado a la altura del
pecho. Me cambié la pistola de mano.
—¡Un momento, por
favor! —gritó nervioso el hombre antes de que le estrellara la garganta de la
culata en la cabeza.
El tipo profirió
un alarido.
—Pare, por favor.
Yo no soy nadie sospechoso.
—Eso ya lo sé. El
sospechoso soy yo. —Y le volví a golpear aún más fuerte.
—¿Por qué le ha
hecho algo así a un policía? —me preguntó el periodista sin perder su condición
de informador mientras le caía la sangre por la frente.
Pero en esos
momentos mi enemigo era precisamente ese espíritu periodístico. Así que le
grité que se callara y le aticé en la boca con la culata. El periodista pegó un
gran chillido y se cayó por la ventana con los dientes partidos como si fueran
pipas de sandía.
Cuando me disponía
a volver al salón de seis tatamis para preguntar dónde tenían un martillo y
clavos para remachar la ventana del baño, me encontré con que la madre y el
hijo estaban en el piso de hormigón haciendo sonar el candado de la puerta de
entrada. Como es lógico, tenían intención de huir sigilosamente. Hasta ese
mismo instante, pensé, no habían hecho más que llorar abrazaditos con total
afectación. Encendido de cólera, apunté la pistola hacia el techo y disparé.
—¡Pum!
El feroz disparo
retumbó por toda la casita, y por un instante me lastimó tanto los oídos que me
quedé sordo. La madre y el hijo se cayeron de culo al piso de cemento e,
impacientes por ponerse de pie, se pusieron a arañar la puerta corredera. Pensé
que las intenciones de la madre y el niño eran las mismas, así que me acerqué a
la esposa de Ogoro y le apunté en la nuca con la pistola.
—Te mato.
Nada más decir
esto, la esposa de Ogoro se desmayó y al caer se dio un golpe contra la puerta
corredera.
En el exterior
volvía a oírse el tumulto, y a través de la puerta de cristal se podía ver la
sombra de los periodistas que merodeaban por la entrada. Al parecer no habían
escarmentado, porque seguía habiendo quien golpeaba la puerta de cristal. Pensé
en pegar otro tiro, pero habría sido un desperdicio de balas, así que me lo
pensé mejor y lo que hice fue arrastrar hasta el salón el blandengue y pesado
cuerpo de la extenuada esposa de Ogoro. El pequeño se hizo pis sentado en el
piso de hormigón.
De nuevo sonó el
teléfono.
—¿Señor Ido? —En
el auricular resonó la voz atropellada de Dodoyama.
—Sí, soy yo.
—¿Ha sido usted
quien ha golpeado a Anchoku en la cabeza con un palo duro como un bate,
dejándosela abollada y como consecuencia de lo cual ha sufrido un desmayo?
—Parecía, pues, que no se había muerto.
—Sí. He sido yo.
—¿Por qué lo ha
hecho? —La voz de Dodoyama transmitía su cólera—. A… a mi subordinado. A un
buen policía bien educado que no ha hecho nada malo.
—Yo también era un
buen ciudadano hasta hace muy poco. Pero, como sucede con un policía que se
convierte en agresor, también es posible que un ciudadano normal sea un
agresor. Ahora yo me he convertido en un atroz agresor —le dije hablando
despacio, dándoselo todo mascado, para que el simple de Dodoyama entendiera,
aunque fuera un poco, mi conducta—. Es para estar a la altura de Ogoro. ¿Lo
entiende, verdad?
Dodoyama se quedó
sin respiración.
—¿Se da cuenta de
que si hace así las cosas, usted también es un delincuente?
—¿No se lo he
dicho? Ahora yo soy un agresor, amigo.
La esposa de
Ogoro, que seguía tendida sobre el tatami, recuperó de repente la conciencia
pero fingió que seguía desmayada y aguzó el oído para ver qué decía.
—En lugar de
continuar siendo una víctima, se podría decir que he escogido el mismo camino
que Ogoro, es decir, el de agresor. Si continuara siendo una víctima, sería más
cómodo y más fácil mantener alejados a los medios de comunicación que siguen
quejándose nerviosos. Sin embargo, yo soy una persona sin aptitudes para ser
una víctima. Por eso mismo he elegido esta postura más difícil. He escogido
este camino porque me gusta. Así que no se entrometa.
—¡Claro que me
entrometo! —gritó Dodoyama—. ¿Es que piensa que va a mejorar la situación?
Quizá crea que para salvar a su familia lo mejor es convertirse en un
delincuente, pero es al revés: eso no es nada bueno para los suyos.
—Todavía no me ha
entendido, por lo que parece. Para mí, el hecho de salvar a mi familia se ha
convertido en estos momentos en lo segundo o lo tercero más importante, desde
el instante en que tomé la resolución de ser agresor. Ser agresor es mi
principal objetivo en estos momentos.
—¿Cómo? —Dodoyama
permaneció callado durante unos instantes sin saber qué decir.
—Es inútil que
trate de convencerme —dije yo, tomando la iniciativa.
—Está bien, dígame
qué puedo hacer —dijo Dodoyama—. ¿Debo tratar este caso como si tuviera dos
escenarios distintos y dos delincuentes distintos, es decir, dos
secuestradores? ¿O más bien como un solo caso?
—Le voy a decir lo
que va a hacer —le contesté—. Puede considerarlo como un solo caso. Es decir,
hasta ahora debía de haber un caso con varios agresores opuestos entre sí, pero
aunque no sea así, en un principio para el delincuente y su familia, y para la
víctima y su familia tanto la policía como los medios de comunicación son los agresores.
Si se produce un incidente, para todas las personas implicadas la sociedad en
su conjunto es la agresora. En un principio es fácil invertir los papeles de
agresor y víctima, y se hace difícil distinguirlos. ¿Entiende?
—Sí, sí, entiendo.
O no. No lo entiendo. Sí, entiendo lo que dice. Ahora bien, lo que todavía no
me ha dicho es qué debería hacer yo.
—Allí tiene la
centralita, ¿verdad? En el interior del coche patrulla que está aparcado cerca
de mi casa.
—Así es.
—Bien, pues allí
hay una línea conectada directamente con mi casa.
—Bueno, sí, tiene
razón.
—Quiero que la
conecte con mi vivienda.
—¿Perdón?
—Dodoyama dejó de hablar.
—¿Le pasa algo?
Acto seguido,
Dodoyama dijo con miedo:
—Aunque usted
renuncie a su obligación de proteger la seguridad de su familia, yo debo seguir
protegiendo la vida de su esposa y de su hijo.
—Y eso ¿qué tiene
que ver?
—Si usted habla
por teléfono con Ogoro, tanto su mujer como su hijo estarán expuestos a una
situación de riesgo.
—¿Quiere decir que
nos vamos a pelear? —dije yo sonriendo con la voz ronca—. Si no me pone con él,
los que estarán expuestos a una situación de riesgo serán la esposa y el chaval
de Ogoro.
Pareció que
Dodoyama estuviese esperando que yo lo amenazara formalmente con esas palabras.
—Muy bien. En ese
caso, no hay nada que hacer —dijo aliviado—. Le conectaremos por teléfono.
Espere un rato. ¡Ah! Por cierto… —Y se puso a toser—. ¿No le importará que
pongamos un micrófono en el teléfono, verdad?
Me quedé
sorprendido.
—Aunque le diga
que no, lo van a poner de todos modos, ¿no es así? ¡Esas cosas no las pregunta
un policía! ¡A usted le pasa algo!
—Es posible —dijo
Dodoyama hablando entre dientes—. Le he hecho una pregunta tonta, ¿verdad? Está
claro que me pasa algo. —Y me colgó el teléfono.
Después de eso, le
di un puntapié en el costado a la esposa de Ogoro, que se encontraba en el
suelo y estaba preocupada por el dobladillo de la falda, que se le había
descosido.
—Deja de fingir
que te has desmayado. Ve inmediatamente al baño y sujeta la ventana con clavos.
A partir de ahora, si entra alguien, me cargo al niño.
Mientras gimoteaba
sujetándose el costado, la esposa de Ogoro se fue lentamente hacia la cocina y
empezó a buscar el martillo y los clavos. El niño lloraba diciendo que se había
hecho pis; subió trepando por el piso de hormigón y empezó a quitarse los
pantalones mojados.
—¿Dónde están los
pantalones y los calzoncillos del chaval? —grité yo en dirección a la cocina.
—Tú mismo los
puedes buscar, ¿no, Rokurō? —respondió la madre con voz chillona, dirigiéndose
al niño.
—Me he hecho pis
—seguía llorando el pequeño—. ¡Ay! ¡Me he meado!
No habían pasado
más de cinco minutos cuando volvió a sonar el teléfono. Era la voz de un hombre
que se apresuraba a hablar:
—Tú, tú, tú, qui…
qui… ¿quién eres?
—El que ha llamado
eres tú. ¿Qué es eso de «quién eres»?
—¿Qué, qué, qué
dices? Tú me has llamado.
—Bueno, está bien,
como quieras. La policía nos debe de haber puesto en contacto a los dos. ¿Eres
Ogoro, verdad?
—A… a… a… así es.
—Yo soy Ido, el
dueño de la casa que tú has secuestrado. ¿Lo entiendes?
—Lo, lo, lo…
—Pues si lo
entiendes, sigamos hablando. Ahora yo estoy en tu casa. Estoy atrincherado y
tengo como rehenes a tu mujer y a tu hijo. Como prueba, vas a escuchar la voz
de tu pequeño. —Le puse el auricular al chaval delante de las narices—. ¡Ponte!
Es tu viejo.
El niño se puso a
llorar a todo trapo mientras gritaba por el auricular a su padre para que lo
ayudara.
La esposa de
Ogoro, que estaba sujetando la ventana del baño con clavos, vino pitando y le
arrebató al niño el auricular del teléfono.
—Oye, ¿me quieres
decir por qué te has fugado de la cárcel? ¿Por qué has hecho algo así? Por tu
culpa, las estamos pasando moradas. ¿Es que piensas echar a perder mi vida y la
de Rokurō?
Como me imaginaba,
se puso a dar gritos. De intentar convencerlo, nada de nada. Lo que hizo fue
ponerlo verde. Yo no podía imaginar lo que podía pasar si ella seguía
insultándolo. Pensé en lo superficiales que son las mujeres.
—¿Qué? ¿Eh? Si te
sigo queriendo o no, es algo que ahora no viene al caso. Lo que tienes que
hacer es salir de allí. Si no, este hombre nos las va a hacer pasar moradas.
¿Entiendes? Me estás poniendo mala. Eso es. Tiene una pistola. Sí, sí, sí. Te
quiero. ¡Qué hombre tan terco! Puesto que te quiero, tienes que salir de ahí
cuanto antes. ¿Que si pienso casarme con otro? Eso es algo que ahora no viene
al caso. Rokurō está bien. Bueno, eso, que salgas cuanto antes. Pórtate bien,
hombre.
Como no hacía más
que gritar lo mismo una y otra vez, le quité el auricular de la mano.
—¿Lo has
entendido, no?
Ogoro emitió un
gemido.
—¡Mierda! ¿Qué
piensas hacerles a mi esposa y a mi hijo?
—Si sales de mi
casa, dejas que la policía te detenga y los míos salen sanos y salvos, no les
haré nada —le dije despacito.
—Eso no lo puedo
hacer —gritó Ogoro lleno de furia—. Yo, yo, yo, yo quería ver a mi esposa y a
mi hijo, y por eso me he fugado. Si, si, si, si salgo de aquí y me detienen,
volveré otra vez a la cárcel. Yo, yo, yo, yo quiero ver a mi mujer y hablar
directamente con ella.
—¿No acabas de
hablar con ella? —dije, con una risa sardónica—. Me parece que ella no tiene
muchas ganas de hablar directamente contigo.
—¿Qué? —Podía oír
por el auricular cómo le rechinaban los dientes a Ogoro—. ¡Lo que me temía!
¡Así que mi esposa tiene un amante! Si, si, si, si, si, si es así, con más
motivo no pienso volver a la trena. ¡Voy a verla y hablaré largo y tendido con
ella hasta convencerla para que se separe de ese tipo! Tr… tr… tr… trae aquí a
mi mujer.
—¡Ni hablar! ¡Sal
tú de mi casa!
—Si, si, si…
—Si no puede ser,
mataré a tu hijo. Y después violaré a tu parienta.
La mujer de Ogoro
profirió un grito y se fue huyendo a la cocina, seguida de su hijo.
—Tú, tú, tú, tú,
¿qué, qué, qué, qué tipo de persona malvada eres? —dijo Ogoro a voz en grito—.
Si haces eso, estarás cometiendo un asesinato. ¡Un delito de violación!
—Exacto —le
respondí riéndome a placer—. ¿O es que piensas que un asalariado serio como yo
no es capaz de eso? Te acordarás de hasta qué punto puede ser malvado un
trabajador serio.
—Te, te, te lo
ruego —me dijo Ogoro con la voz turbada—. No se te ocurra violar a mi mujer.
—Entonces, sal de
mi casa —le chillé—. Sal hoy mismo de mi casa. Si no, me cepillaré a tu mujer.
Delante de tu crío, en este salón de seis tatamis. ¿Lo has pillado, no? —dije
yo estrellando el auricular en el soporte mientras sonreía irónicamente.
Fui a la cocina y
vi cómo madre e hijo, insaciables, seguían abrazados lujuriosamente.
—¡Pero bueno…!
—dije, pegándole una patada a la papelera que tenía al lado—. ¿Hasta cuándo
pensáis seguir lloriqueando? Venga, prepara la cena inmediatamente. Cuando
vuelvo a casa después del trabajo, lo primero que hago es cenar. Y no voy a
consentir que la cena esté peor que la que hace mi mujer. ¡Date prisa!
—Esto…, yo… Es que
tengo que ir a trabajar… —dijo tímidamente la esposa de Ogoro. Sabía que yo no
iba a dejarla marchar, pero su naturaleza la obligaba a intentarlo al menos.
—¡Ah! Que quieres
irte, dices —respondí dando un paso hacia ella.
Gimió y se volvió
a abrazar a su hijo.
—Parece que no te
gusta hacer la comida. Está bien, si quieres marcharte, puedes hacerlo. Eso sí,
el niño se queda aquí. Para cuando vuelvas, ya habré preparado la cena. Un
plato de caza «a base de niño asado».
El niño se puso a
llorar a mares y volvió a mearse encima.
—Está bien, no me
iré.
—Por supuesto que
no —dije clavando un cuchillo que había en el fregadero en la tabla de picar—.
Ni que decir tiene. Y prepara la cena de una vez, maldita sea.
La esposa de Ogoro
empezó a hacer la cena con el odio reflejado en el fondo de sus ojos.
El teléfono volvió
a sonar. Como era evidente que sería Ogoro, cogí al chaval por un brazo, lo
llevé hasta donde estaba el aparato y descolgué el auricular.
—¿Qué hace mi
mujer? —preguntó Ogoro después de comprobar por unos momentos mi reacción.
—Ahora está
haciendo la cena.
—Y cuando la haya
preparado, ¿qué vais a hacer?
—¿Qué vamos a
hacer? Nos la comeremos los tres en este salón de seis tatamis: tu mujer, tu
hijo y yo mientras vemos las noticias de la televisión, en las que saldremos
nosotros.
—¿Ah, sí? Muy
bien. Pues, en ese caso, yo voy a hacer lo mismo. ¡Mierda! Y después, ¿qué
haréis?
—Después, esto…,
como no hay otra cosa que hacer, nos acostaremos.
—A… Acos… Acos…
Acos…
—Sí, acostarnos.
—¿Có… có… có… cómo
vais a acostaros?
—¿Que cómo vamos a
acostarnos? Pues para eso tendremos que extender el futón, digo yo.
—¿Fu… fu… fu…
futón?
—Por supuesto.
—Los…, los…, los
tr…
—¡Claro! Los tres
juntitos. Si me quedo a dormir en la entrada yo sólito y se escapan, la liamos.
Ogoro volvió a
quedarse callado.
Yo me puse a reír:
—No te preocupes,
hombre. Hasta mañana por la mañana te garantizo que tu mujer se mantendrá
casta. Ahora bien, si mañana por la mañana no te has ido de mi casa…
—¡Un momento!
—gritó—. Pe… pe… pen… pensándolo bien, no hay ninguna necesidad de
chantajearme. Al fin y al cabo, yo tengo retenidos a tu mujer y a tu hijo.
—En ese caso, ¿qué
hacemos?
—Si no me traes
aquí a mi mujer y a mi hijo inmediatamente, violaré a tu parienta.
—¡Cuidadito con lo
que dices! —repuse como si estuviera furioso—. Basta con que me digas eso para
sacarme de quicio. Si lo haces, mataré a tiros a tu hijo sin contemplaciones.
Durante un rato
Ogoro estuvo tartamudeando para finalmente contestarme de manera apocada:
—Tú no tienes lo
que hay que tener para hacer una cosa así.
Nada más decir
eso, le retorcí el brazo al chaval, y éste dio un chillido parecido al de un
gato vagabundo.
—¿Qué? ¿Qué le has
hecho? —gritó Ogoro, y se quedó de una pieza.
—¿Quieres saber si
soy capaz o no de matarlo? —dije riéndome a placer—. Lo siguiente que voy a
hacer es estrangularle.
—Ni, ni, ni, ni,
ni, ni se te ocurra. Por lo que más quieras. ¡Mi… mi… mi… mi… mi… mierda! Con…
con… con… con… con… con… con… con… conque has lastimado a mi pequeño —dijo
Ogoro llorando—. Está bien, pues yo también voy, voy, voy a maltratar al tuyo
—espetó Ogoro, y puso el auricular del teléfono encima de la caja de música.
A lo lejos se
podía oír vagamente la música de El lago
de los cisnes en la caja de música junto con los gritos de mi mujer y mi
hijo: «¡Mamá, socorro!», «¡Basta!», «¡Basta, por favor!». De repente se oyó un
ruido desagradable. Enajenado, le doblé al niño el dedo meñique de la mano
derecha. Lloraba y gemía estrepitosamente. La mujer de Ogoro, que estaba de pie
a mi lado mirándonos con el alma en vilo, se puso a gritar a voz en cuello:
«¡Rokurō!», y me lo arrebató de las manos.
—¿Qué te ha
parecido? Le he golpeado a tu hijo en la cabeza con to… to… to… to… to… to…
todas mis fuerzas.
Me adelanté a las
intenciones de Ogoro al oír su voz. Él estaba sumamente excitado y respiraba
ruidosamente por la nariz.
—¡Conque esas
tenemos! Pues que sepas que acabo de romperle el dedo meñique a tu chaval.
¡Escucha! ¿Lo oyes?
Le acerqué el
auricular para que oyera cómo el pequeño seguía gritando enloquecido a lo
lejos, y cómo su madre no hacía más que chillar: «¡Rokurō!, ¡Rokurō!».
—¡Llama
inmediatamente a un médico! —gimoteo Ogoro al otro lado del teléfono.
—Si sales de mi
casa… Y será mejor que te estés callado. Me vuelvo loco con facilidad.
Durante cerca de
cinco minutos estuvieron alternando los sollozos con los gritos. Por fin,
vomitó de tanto gimotear y colgó.
La esposa de Ogoro
no hacía más que pedir ayuda diciendo que llamara a un médico para que
atendiera a Rokurō, así que la tiré al suelo de una bofetada y, cuando le
estaba gritando que podía dar gracias de que no la matara, llamó Dodoyama.
—He estado
escuchándolo todo clandestinamente —dijo—. Todo parece indicar que ha sido
usted el que ha ido intensificando la escala de violencia.
—Me gustaría que
esto lo calificara como «ejercer la hegemonía».
—Parece que le ha
roto un dedo al niño. Voy a enviar a un médico, así que me gustaría que le
dejara pasar.
—No pierda el
tiempo —grité—. ¿Quién me asegura a mí que ese médico no es un agente
disfrazado? —Como estaba seguro de que Dodoyama iba a seguir intentado
convencerme con largas peroratas, enseguida le colgué el teléfono.
La esposa de Ogoro
le hizo una primera cura a su hijo entablillándole el dedo con unos palillos de
comer y unas vendas, pero como seguía gritando desesperadamente, le dio un
montón de analgésicos. Debido a los efectos secundarios, el pequeño se quedó
dormido.
Al llegar la
noche, la esposa de Ogoro y yo nos pusimos a cenar mientras veíamos las
noticias y los programas especiales en los que nosotros éramos los
protagonistas. Pensé que en las casas vecinas había demasiado ruido, pero al
ver en directo el dispositivo que había fuera, advertí por primera vez de dónde
procedía ese follón. Los periodistas habían entrado en la casa de un coreano
que vivía al lado y allí, mientras éste estaba ausente, habían montado la sede
de recogida de noticias. El coreano estaba protestando porque los periodistas
habían estado usando gratis su teléfono. Por eso estaba furioso. Después de
echarlos de su casa, le pegó la bronca a su esposa, y su voz se podía escuchar
incansable a través de la pared, gritando improperios.
En la televisión
se me trataba bastante compasivamente en comparación con Ogoro, pero, aun así,
el locutor se refería a mí llamándome Ido a secas, así que estaba claro que me
trataban de delincuente. En la pantalla de la televisión iban apareciendo
alternativamente las dos viviendas. Delante de la casa de Ogoro, donde yo
estaba, y también en mi casa, donde estaba atrincherado Ogoro, habían colocado
unos proyectores que se dirigían a las respectivas entradas. Eso hacía que
dentro de la casa, en la entrada y en el salón de seis tatamis, si se abrían
las puertas correderas, hubiera tanta claridad que parecía que estuviésemos a
pleno día.
Por fin, pasadas
las once de la noche, se dejaron de oír las voces de la policía, los medios de
comunicación, los mirones y demás, y la esposa de Ogoro y yo nos dispusimos a
dormir con el niño en medio. Sin embargo, como era previsible, nos resultaba
difícil conciliar el sueño, así que, no pudiendo aguantar más inmóvil, me
deslicé hasta el futón de la esposa de Ogoro y por fin la violé.
En condiciones
normales, ese día me habría acostado con mi mujer. Al acercarme y decirle que
cumpliera con su responsabilidad de esposa, la mujer de Ogoro no se resistió:
parecía no tener un concepto muy claro de la castidad. En resumen, murmuró dos
o tres quejas y se entregó a mí con bastante facilidad. Al pensar que para
entonces tal vez mi mujer habría sido violada por Ogoro, no sé por qué, pero me
excité a más no poder, y tuve una eyaculación precoz.
A la mañana
siguiente, nada más despertarme llamé por teléfono. Cuando intentaba ponerme en
contacto con mi colega delincuente, no lo logré, quizá porque así lo habían
decidido los altos mandos policiales, o porque Dodoyama no le había pasado la
llamada. Pero, por lo que el inspector de policía me dijo, Ogoro seguía sin
salir de mi casa. Yo quería hacerle llegar algo, así que le pedí a Dodoyama que
enviara a un policía hasta la ventana del cuarto de baño y colgué el teléfono.
Pensando que me había ido aproximando al siguiente peldaño de la violencia, me
decidí a subirlo. Fue duro, pero si no lo hacía perderían sentido todos mis
actos. Así fue como corté de cuajo el dedo meñique del hijo de Ogoro. Era el de
la mano derecha, el que le había partido la noche anterior. Cuando manifesté mi
propósito de cortárselo tras haber cogido un cuchillo de la cocina, la esposa
de Ogoro y su hijo se postraron en el suelo llorando y gimiendo. Pero yo no
tuve clemencia. Le corté el dedo meñique de la mano derecha en la mesa del
comedor, apretando con todas mis fuerzas, y el crío se desmayó. A la esposa de
Ogoro, trastornada, le dio la risa tonta, y como estuvo bastante tiempo sin
cortarle la hemorragia de la sección amputada, la sangre fue corriendo a
raudales por el suelo de la cocina. Exprimí bien la sangre que manaba del dedo
meñique amputado, lo metí en un sobre, me fui al baño para retirar de la
ventanita todos los clavos que había puesto el día anterior, y la abrí. Debajo
había un policía en posición de firmes. En cuanto me vio, empezó a jugar con
las palabras para intentar convencerme, pero yo me limité a entregarle el sobre
sin decir ni mu. Tres cámaras situadas a unos metros detrás del poli enfocaron
sus objetivos hacia mí. Me imaginaba el pie de foto en los periódicos: «Ido
entregando a un policía el dedo pequeño de Rokurō». Pocos minutos después,
Dodoyama, estupefacto tras observar el contenido del sobre, me llamó por teléfono
profiriendo gritos de qué era aquello, pero para entonces yo ya no tenía oídos
para nada. Si hubiera prestado oídos a eso, no habría tenido necesidad de hacer
lo que había hecho. Me parecía incomprensible que no lo entendieran ni el poli
de antes, ni Dodoyama ni los policías en general. Pedí de nuevo que le
entregaran sin falta a Ogoro el sobre con el dedo. Y estaba convencido de que
la policía se lo entregaría. El sadismo de toda la sociedad, incluidos la
policía y los medios de comunicación, no tenía por qué convencernos, al darse
cuenta de la escalada de nuestra lucha. El diario de la mañana no se repartió,
y tampoco el vespertino, pero por lo que vi en televisión, el acto cruel de
haberle cortado el dedo al crío había generado la opinión de que yo era un
criminal más peligroso que Ogoro, cosa que me tranquilizó. Al ver el dedo
meñique, Ogoro se habría incendiado de ira, y cada vez que me imaginaba que,
como revancha, le estuviera cortando el dedo meñique a mi propio hijo, temblaba
de ira, una ira que dirigí contra la sociedad, la policía y los medios de
comunicación. Lo que hacía entonces era contemplar el paisaje exterior a través
del baño o de la cocina y disparar contra las personas a las que descubría
queriendo acercarse hacia mí. Por lo general, no acertaba. Sólo en una ocasión
le di en el pie a un locutor micrófono en ristre. Se cayó al suelo y, dejando
de lado la serenidad y la apostura de que había hecho gala hasta ese momento,
desahogó su cólera gritando impetuosamente por el micrófono. El hijo de Ogoro
recobró la conciencia poco después del mediodía y, a partir de entonces, no
paró de gritar por el intenso dolor que sentía, dando saltos como si fuera una
gamba. La medicación a base de analgésicos ya no le hacía efecto por muchos que
tomara, y además se iban agotando. La mujer de Ogoro perdía el oremus de vez en
cuando y se ponía a tararear alguna canción pop demencial, o bien se ponía a
reír frívolamente levantando la vista. Pero cada vez que recobraba la cordura,
se ponía a llorar y abrazaba a su hijo, que sufría un alto grado de excitación.
Fue entonces cuando me convencí claramente de que yo no era una víctima. Tanto
Ogoro como yo éramos agresores y no víctimas, y la sociedad, a la que
pertenecían la policía y los medios de comunicación, ya no era una agresora con
respecto a Ogoro y a mí, sino lo mismo que con respecto a los conflictos
internos que armaban los estudiantes del nuevo movimiento izquierdista, es
decir, algo así como un conjunto de meros espectadores que, en ciertos casos, incluso
tenían que adoptar el papel de víctimas. Pero a mí esa sociedad me daba ya lo
mismo. Para mí, el mundo exterior se circunscribía a Ogoro y a mi casa, donde
estaba mi familia, y lo que se llama «sociedad» no era más que algo útil para
transmitir un mensaje a ese mundo exterior. Esa noche volví a hacer el amor con
la esposa de Ogoro junto al crío, que seguía sin poder dormir y lloraba y daba
alaridos por el intenso dolor que sentía. Cada vez que recuperaba la cordura,
la esposa de Ogoro no podía evitar apresurarse a realizar las tareas
cotidianas, ya fuera cocinar, poner la lavadora, hacer el amor, etcétera. El
caso es que aquella noche me deseó intensamente. Para prolongar en lo posible
el acto, intenté distraerme disparando un tiro al techo cuando estaba en mitad
del asunto. El estruendo alteró la tranquilidad que había vuelto a la ciudad en
aquellas horas de la madrugada. El grito lastimero que profirió la mujer del
vecino coreano al oír el disparo repercutió en la pared contigua. A la mañana
siguiente, tras darme cuenta de que lo que había conseguido con el disparo no
fue más que adelantar la eyaculación, me enteré por la televisión de que Ogoro
seguía atrincherado en mi casa, así que me apresuré a amputarle a su hijo el
dedo anular de la mano derecha. La esposa de Ogoro se abrazó al crío, que había
sufrido una lipotimia y estaba tendido en el suelo sin poder reír ni llorar,
con la mirada perdida. Poco después del mediodía, varias horas después de
llamar a Dodoyama para que encargara al madero de antes que viniera a recoger
el dedo anular, me telefoneó diciendo que Ogoro le había pedido a un policía
que me trajera un encargo, y me avisó para que no le disparara al acercarse a
la ventana de la cocina. Lo que me trajo el poli fue, como yo esperaba, el dedo
meñique de mi hijo. Ogoro había respondido a la provocación. Pensando que todo
avanzaba según lo previsto, reí disimuladamente y, al punto, le amputé al crío
el dedo corazón de la mano derecha. En el momento en que vi su cara blanca como
el papel al perder el conocimiento, me di cuenta de que a esas alturas mi
propio hijo estaría en esas mismas condiciones, y eyaculé sin querer, en medio
de una enorme tristeza y dolor, mientras le cortaba el dedo con el cuchillo de
cocina. La ira hacia la sociedad disminuyó algo con respecto al poli que se
limitaba a entregar los dedos. Posteriormente, mi objetivo era mantener mi
estoicismo asumiendo plenamente el papel de agresor, y sólo tenía confianza en
el principio de mi propio placer, que se supone debía haber terminado sin
sentir desagrado mientras siguiera manteniéndolo. Fiel a ese principio, seguí
haciendo el amor con la enajenada esposa de Ogoro mientras miraba de reojo al
pequeño, que se estaba desangrando desde el mediodía y seguía sin recuperar el
conocimiento, debatiéndose entre la vida y la muerte. Y por la noche volvimos a
hacer el amor. A la mañana siguiente recibí el dedo anular de mi propio hijo.
Enseguida le corté el dedo índice al crío de Ogoro, pero ya no le salía mucha
sangre. Tres horas después de haberle entregado el dedo índice al policía, el
pequeño murió. Mantuve su cadáver en el interior de la casa. Al fin y al cabo,
le quedaban seis dedos sin amputar, y Ogoro no tenía forma de saber si se los
había cortado estando vivo o muerto. Cada día Ogoro y yo nos intercambiábamos
uno o dos dedos de nuestros hijos y se los confiábamos al poli. En televisión
se informaba de que, dada la situación, era de suponer que los niños hubiesen
muerto, y llegó el momento en que al hijo de Ogoro sólo le quedaron dos dedos.
En la nevera ya no quedaba comida, se nos agotaron hasta las latas, así que
tanto la mujer de Ogoro como yo empezamos a tener hambre. Llegué a pensar en
comerme el cadáver del crío, pero desistí. No porque fuera carne humana, no,
sino porque estaba empezando a pudrirse. Una vez cortados todos los dedos del
niño, me quedé sin material que confiarle al poli; por eso decidí amputarle el
dedo meñique a la esposa de Ogoro. En el momento en que se lo iba a cortar,
llegué a dudar por un instante si se trataba de mi propia esposa o de la de
Ogoro, y, al contemplar cómo ésta se miraba fijamente su mano derecha amputada,
me excité imaginando la figura de mi esposa, que estaría en la misma situación,
y la seduje. Sentía la necesidad de hacer el amor sin parar con la esposa de
Ogoro, que estaba sumida en una serena locura. Lo hacía para que no me
carcomiera la cordura. Temía que me hubiera sobrevenido una auténtica locura
completamente distinta a la forma de ver y de pensar de la sociedad, que ya
juzgaba que estaba loco por los actos que había cometido. Poco después me llegó
un dedo meñique de mi esposa enviado por Ogoro. Enseguida le amputé a la esposa
de Ogoro el dedo anular de la mano derecha. Y empezó el intercambio de dedos de
las respectivas esposas. Casi cuando la mujer de Ogoro se estaba quedando ya
sin dedos en la mano derecha, falleció. Estaba seguro de que también mi esposa
y mi hijo habrían muerto. Ya no quedábamos más que Ogoro y yo, y la sociedad;
una sociedad que incluso se iba alejando poco a poco de nosotros. Dejamos de
aparecer en las noticias de televisión, y de las inmediaciones de las casas
fueron desapareciendo la policía, los medios de comunicación y los mirones.
Sólo dos o tres veces al día venía el policía de turno con los dedos, como si
se tratara de un cartero. También él llegó a preguntarse poco a poco qué es lo
que hacía, y a veces, sólo por curiosidad, inclinaba un poco la cabeza a un
lado con aire de duda y se quedaba mirándome desde debajo de la ventana de la
cocina o del baño. Cuando se acabaron los dedos que le entregaba, hasta el
policía dejó de venir. Debilitado y sin fuerzas en la mano, cogí el auricular y
lo apliqué lentamente al oído. Ya no era Dodoyama quien cogía el teléfono, sino
Ogoro. Los policías se retiraron y decidieron dejarnos a Ogoro y a mí a nuestro
aire, así que pudimos hablar directamente por teléfono. Al escuchar la voz de
Ogoro, que había perdido parte de su cordura, me sentí orgulloso de estar
cuerdo todavía. Con un sentimiento de superioridad, le manifesté lo siguiente:
—Y bien, lo
próximo que voy a hacer es cortarme el dedo meñique, que lo sepas.
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