Todo comenzó porque me daba vergüenza el trabajo de mi padre.
Ahora, con treinta y pico de años y sabiéndolo todo, me parece que era un
nene caprichoso y molesto. Pero te aseguro que en esa época, cuando yo tenía
nueve o diez años, era una tortura no poder tener a tu viejo en los actos
escolares, o que si mamá no podía buscarme a la escuela viniese una de sus
amigas, señoras a las que llamaba “tía Mabel” o “tía Alicia”, pero que no
tenían ningún parentesco conmigo. Seguro me conocían de toda la vida, pero a
los diez años, que ya entendía que no eran mis verdaderas tías, en que sabía
que mis tíos y tías verdaderos estaban en otras ciudades y que no les
interesaba mi vida, las seguía llamando “tías” porque se me había pegado el
nombre con la costumbre, pero realmente tenía un sabor amargo el título cada
vez que lo pronunciaba. Decirles “tía” era para mí dares un título que habían
usurpado, como si se hubieran metido en mi vida por la fuerza. Porque para mis
padres ellas eran simplemente Mabel, o Alicia. Para ellos no eran tías de
nadie, era como si el vínculo sanguíneo me afectase sólo a mí. Y no soportaba
eso. “A ver cómo le da un besito a tía Alicia” o “Venga el nene a darle un beso
grande a su tía Mabel” eran frases que en esa época eran sinónimo de algo
desagradable, cercano a náuseas ligeras, como cuando entrás a un baño público
que, por más de que esté limpio, sabés que alguien usó recientemente.
Después de enterarme de todo sobre mi padre me decía que podía haberlo sabido
antes, que era lo suficiente maduro como para que me cuente a esa edad en que
ya entendía las cosas serias de la vida. Ahora que soy adulto y que tengo mis
propios secretos que le guardo a mis hijos, entiendo que eran muy diferentes
las cosas a la manera en que las veía. Grandes secretos, pequeños secretos,
todos tienen algún secreto. Sí, me corrijo, todos tenemos algún secreto.
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