9 dic 2014

100 mejores cuentos de la literatura universal

El título le queda un poco grande, pero así lo encontré yo. Coincido en que muchos de estos cuentos son excelentes, y de paso me anoto el resto para ir leyéndolos. Por ejemplo, noté que en ninguna de las fuentes de esta lista tenían el cuento "La ley del talión", así que lo busqué y lo colgué por ahí.

  1. A la deriva – Horacio Quiroga
  2. Aceite de perro – Ambrose Bierce
  3. Algunas peculiaridades de los ojos – Philip K. Dick
  4. Ante la ley – Franz Kafka
  5. Bartleby el escribiente – Herman Melville
  6. Bola de sebo – Guy de Mauppassant
  7. Casa tomada – Julio Cortázar
  8. Cómo se salvó Wang Fo – Marguerite Yourcenar
  9. Continuidad de los parques – Julio Cortázar
  10. Corazones solitarios – Rubem Fonseca
  11. Dejar a Matilde – Alberto Moravia
  12. Diles que no me maten – Juan Rulfo
  13. El ahogado más hermoso del mundo – Gabriel García Márquez
  14. El Aleph – Jorges Luis Borges
  15. El almohadón de plumas – Horacio Quiroga
  16. El artista del trapecio – Franz Kafka
  17. El banquete – Julio Ramón Ribeyro
  18. El barril amontillado – Edgar Allan Poe
  19. El capote – Nikolai Gogol
  20. El color que cayó del espacio – H.P. Lovecraft
  21. El corazón delator – Edgar Allan Poe
  22. El cuentista – Saki
  23. El cumpleaños de la infanta – Oscar Wilde
  24. El destino de un hombre - Mijail Sholojov
  25. El día no restituido – Giovanni Papini
  26. El diamante tan grande como el Ritz – Francis Scott Fitzgerald
  27. El episodio de Kugelmass – Woody Allen
  28. El escarabajo de oro – Edgar Allan Poe
  29. El extraño caso de Benjamin Button – Francis Scott Fitzgerald
  30. El fantasma de Canterville – Oscar Wilde
  31. El gato negro – Edgar Allan Poe
  32. El gigante egoísta – Oscar Wilde
  33. El golpe de gracia – Ambrose Bierce
  34. El guardagujas – Juan José Arreola
  35. El horla – Guy de Maupassannt
  36. El inmortal – Jorge Luis Borges
  37. El jorobadito – Roberto Arlt
  38. El nadador – John Cheever
  39. El perseguidor – Julio Cortázar
  40. El pirata de la costa – Francis Scott Fitzgerald
  41. El pozo y el péndulo – Edgar Allan Poe
  42. El príncipe feliz – Oscar Wilde
  43. El rastro de tu sangre en la nieve – Gabriel García Márquez
  44. El regalo de los reyes magos – O. Henry
  45. El ruido del trueno – Ray Bradbury
  46. El traje nuevo del emperador – Hans Christian Andersen
  47. En el bosque – Ryonuosuke Akutakawa
  48. En memoria de Paulina – Adolfo Bioy Casares
  49. Encender una hoguera – Jack London
  50. Enoch Soames – Max Beerbohm
  51. Esa mujer – Rodolfo Walsh
  52. Exilio – Edmond Hamilton
  53. Funes el memorioso – Jorge Luis Borges
  54. Harrison Bergeron – Kurt Vonnegut
  55. La caída de la casa de Usher – Edgar Allan Poe
  56. La capa – Dino Buzzati
  57. La casa inundada – Felisberto Hernández
  58. La colonia penitenciaria – Franz Kafka
  59. La condena – Franz Kafka
  60. La dama del perrito – Anton Chejov
  61. La gallina degollada – Horacio Quiroga
  62. La ley del talión – Yasutaka Tsutsui
  63. La llamada de Cthulhu – H.P. Lovecraft
  64. La lluvia de fuego – Leopoldo Lugones
  65. La lotería – Shirley Jackson
  66. La metamorfosis – Franz Kafka
  67. La noche boca arriba – Julio Cortázar
  68. La pata de mono – W.W. Jacobs
  69. La perla – Yukio Mishima
  70. La primera nevada – Julio Ramón Ribeyro
  71. La tempestad de nieve – Alexander Puchkin
  72. La tristeza – Anton Chejov
  73. La última pregunta – Isaac Asimov
  74. Las babas del diablo – Julio Cortázar
  75. Las nieves del Kilimajaro – Ernest Hemingway
  76. Las ruinas circulares – Jorge Luis Borges
  77. Los asesinatos de la Rue Morgue – Edgar Allan Poe
  78. Los asesinos – Ernest Hemigway
  79. Los muertos – James Joyce
  80. Los nueve billones de nombre de dios – Arthur C. Clarke
  81. Macario – Juan Rulfo
  82. Margarita o el poder de Farmacopea – Adolfo Bioy Casares
  83. Markheim – Robert Louis Stevenson
  84. Mecánica popular – Raymond Carver
  85. Misa de gallo – J.M. Machado de Assis
  86. Mr. Taylor – Augusto Monterroso
  87. No hay camino al paraiso – Charles Bukowski
  88. No oyes ladrar los perros – Juan Rulfo
  89. Parábola del trueque – Juan José Arreola
  90. Paseo nocturno – Rubem Fonseca
  91. Regreso a Babilonia – Francis Scott Fitzgerald
  92. Solo vine a hablar por teléfono – Gabriel García Márquez
  93. Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril – Haruki Murakami
  94. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius – Jorge Luis Borges
  95. Tobermory – Saki
  96. Un día perfecto para el pez plátano – J.D. Salinger
  97. Un marido sin vocación – Enrique Jardiel Poncela
  98. Una rosa para Emilia – William Faulkner
  99. Vecinos – Raymond Carver
  100. Vendrán lluvias suaves – Ray Bradbury

7 dic 2014

LA LEY DEL TALIÓN (cuento)

Volvía a casa después del trabajo cuando, para mi sorpresa, me encontré con que las fuerzas policiales estaban rodeando mi vivienda. Un agente me empujó hacia un lado de la carretera diciendo:
—No puede pasar, no puede pasar. Dé un rodeo, es peligroso.
—¿Un rodeo, dice? Pero si no tengo otra forma de llegar. Mi casa es ésa de ahí —dije señalando una parcela con una pequeña vivienda de dos pisos.
—¿Cómo dice? Entonces, ¿es usted el propietario?
Al oír las palabras del joven agente de policía, se me acercaron de repente un montón de periodistas de distintos medios.
—Así que es usted el propietario, ¿verdad? —me dijo uno poniéndome un micrófono en las narices—. Por favor, denos su opinión al respecto.
Confundido, me puse a parpadear:
—Estoy sorprendido.
—Por supuesto, ya me lo imagino. ¿Cuántos años lleva casado?
—Pues siete —dije mientras empezaba a entrarme un temblor en las piernas del nerviosismo—. ¿Ha hecho algo mi mujer? No habrá hecho nada malo, ¿verdad? No es una mujer que cometa acciones temerarias. Es muy seria y buena, además de casta, bella e inteligente.
—¡Ah! Entonces, ¿no sabe nada todavía? —En ese momento hubo un intercambio de miradas entre los periodistas—. No, su esposa no ha hecho nada malo.
—Entonces, ¿ha sido mi hijo? —Por un instante tensé el cuerpo y ladeé la cabeza—. Qué raro, mi hijo sólo tiene cuatro años. No es precisamente una edad a la que se puedan cometer acciones temerarias…
—Sus juicios nos superan, francamente —dijo uno de los periodistas, impresionado—. Un fugitivo ha entrado en su casa y se ha atrincherado.
En un abrir y cerrar de ojos, otro periodista me volvió a poner un micrófono en las narices.
—¿Así que era eso? Bueno, pues eso me tranquiliza —dije dirigiéndome al micrófono para después sobresaltarme—. Pero, pero entonces, ¿mi mujer y mi hijo…?
—Han sido tomados como rehenes —me reveló un periodista con cara de pena—. Por favor, denos su opinión. —Otro periodista le regañó cuando me volvió a colocar el micrófono ante la boca.
—¡Eh, tú! ¡Pero espera un poco, hombre! ¿Cómo le vas a preguntar a alguien por la situación antes de que sepa nada?
Sus colegas empezaron a discutir.
—¡Tú te callas! Tengo que llegar a tiempo para las noticias de las siete.
—¡Déjate de caprichos! Queremos recoger un comentario oficioso más largo.
—Yo no tengo tiempo que perder.
—¡Venga, hombre, que haya paz!
Pero el caso es que no se tranquilizaron.
—¡Un momento! ¡Quítense de ahí! Ya recabarán información después —dijo un hombre que tenía pinta de ser el jefe de policía—. ¿Es usted el propietario de la vivienda? Soy el inspector Dodoyama, de la Dirección de Policía de la prefectura. Le contaré lo que ha ocurrido. Hoy, poco después del mediodía, un asesino llamado Ogoro Gorō[34], condenado a veinte años de prisión, se ha fugado de la cárcel de Utsubo. Este peligroso y sanguinario criminal asaltó la comisaría que había cerca de la cárcel, agarró por el cuello a un pobre agente de policía, le quitó la pistola y lo mató de un disparo. Hacía mucho tiempo que Ogoro quería reunirse con su mujer y su hijo. La esposa de Ogoro es muy guapa y, poco después de ingresar en la cárcel, él se enteró de que pensaba casarse de nuevo. Ahora esa propuesta de matrimonio está en pleno trámite. Cuando a Ogoro le llegaron rumores en la prisión, se molestó mucho, y hoy por fin se ha decidido a cometer este delito. La casa donde vive la esposa de Ogoro está al este del barrio. Estábamos seguros de que Ogoro volvería allí, y por eso le tendimos una emboscada cerca de su vivienda. Sin embargo, el homicida, que había recorrido un largo trayecto para ver un momento a su familia, descubrió a unos agentes que no habían sabido esconderse bien y se puso hecho una furia en un arrebato de cólera. Nosotros lo perseguimos, pero se refugió en la casa de usted. Y entonces tomó como rehenes a su esposa y su hijo. Como lo que Ogoro quería era reunirse con su familia, lo que hizo fue amenazar con matarlos si no se los llevábamos… ¡Eh! —exclamó de sopetón.
Yo pegué un bote:
—Disculpe.
—No, no es que esté enfadado con usted. Es por esos dos cámaras. No pueden acercarse a su casa sin más. El asesino podría cabrearse. ¡Estúpidos! Esto… Veamos, ¿por dónde íbamos? ¡Ah, sí! Fue entonces cuando decidimos traer hasta aquí a la mujer y al hijo de Ogoro. Pero la esposa se asustó muchísimo y nos dijo que antes que acercarse a Ogoro, se pegaba un tiro, y por mucho que intentamos convencerla se negó a salir de su vivienda.
—Y, en definitiva, ¿qué medidas está tomando la policía? ¿En qué situación se encuentran en estos momentos?
—Bueno…, pues ahora estamos en apuros, la verdad.
—Pero entonces, dígame, ¿cómo están mi mujer y mi hijo? —dije, e inmediatamente me puse a llorar ofuscado. Lo único que tenía en la cabeza era que algún día ese criminal me las pagaría todas juntas—. ¿Están bien? ¿Cuántas horas han pasado desde que se atrincheró en mi casa?
—Pronto hará dos horas. Hemos tardado mucho tiempo en conseguir el número de teléfono de la oficina donde usted trabaja, y, cuando por fin hemos contactado con su empresa, usted ya había salido. Hace un momento hemos podido oír la voz de su mujer y su hijo por teléfono. Todavía están a salvo.
—¿Cómo que todavía están a salvo? ¡Vaya una manera brutal de decirlo! —Con lágrimas en los ojos, le pregunté qué quería decir con eso—. Parece que está claro que pronto vayan a dejar de estarlo…
—No, no, disculpe. Han estado a salvo un buen rato.
—Pues, oyéndolo a usted, uno no tiene esa sensación, la verdad.
—Perdóneme. No me he expresado correctamente.
—En fin, no importa. Pero, vamos a ver, ¿es posible hablar por teléfono con ese Ogoro?
—Sí, eso es posible —respondió Dodoyama, el inspector de policía, con un aire sumamente triunfalista—. Para evitar que Ogoro se excite innecesariamente si lo llaman de fuera los curiosos, hemos cortado un extremo de la línea telefónica, pero después hemos instalado un aparato conectado directamente con su casa a través de una centralita. Así que está todo dispuesto para poder hablar con él.
—Y esa centralita, ¿dónde está?
—Dentro de ese coche patrulla, el que está aparcado en ese callejón.
—Bien, pues en ese caso póngame, por favor, en contacto con Ogoro. Voy a ver si lo puedo convencer —dije con elocuencia y confianza—. En mi época universitaria fui capitán del club de oratoria…
—¡Ah!, así que del club de oratoria… —Dodoyama, de repente, mostró un semblante de aturdimiento total y, como quien pide ayuda, echó una mirada a su alrededor—. Verá, si intenta convencerlo con mucha elocuencia, creo que lo que conseguirá será el efecto contrario, y hará que se encolerice enormemente. El caso es que Ogoro es muy tartamudo y tiene un complejo de inferioridad que hace que odie a las personas que hablan y discursean bien. —Dodoyama me echó una mirada indiscreta con ojos airados—. Además, usted es muy apuesto y, para colmo, muy elegante.
—Bueno, eso no se ve cuando se habla por teléfono, ¿no le parece?
Él lo negó rotundamente con la cabeza.
—¡No, qué va! Ese individuo siente una aversión feroz hacia los asalariados como usted, amado por su esposa y su hijo en un entorno feliz. Así que, con sólo llamar por teléfono, montará en cólera y se cargará a su esposa y a su hijo.
—Pero yo no pertenezco a ninguna élite.
—¿Cómo que no? Por supuesto que sí —asintió Dodoyama resueltamente—. Eso se nota al ver su cara y su ropa.
Probablemente, el que tenía un extraño complejo de inferioridad respecto a los trabajadores de empresas era el propio Dodoyama.
—Entonces, ¿no hay nada que yo pueda hacer? —dije con voz turbada. Y a continuación, sin evitar que se me torciera el gesto pregunté—: ¿Es que no se puede hacer otra cosa que permanecer aquí inmóviles mirando lo que sucede?
En los ojos de Dodoyama relampagueó un complejo de superioridad al ver el estado en el que me sumía según iba desplomándose mi yo. Levantó el labio superior con delectación y, con la cara rebosante de felicidad, dijo:
—Confíe en la policía.
Su rostro reflejaba su diversión al pensar que, aunque yo fuera un apuesto trabajador de la élite, me resultaría imposible llevar las cosas a buen puerto. Por un instante sentí que el Dodoyama que tenía delante de mí era un cómplice del autor del crimen. Y estaba seguro de que él, por un momento, había sentido el mismo placer que siente un agresor.
Pensé recriminarle que me hubiese dicho que confiara en la policía, cuando no estaban haciendo más que poner en peligro la vida de las personas, pero el periodista impaciente que momentos antes me había puesto el micrófono en las narices apareció por un costado y se entrometió en la conversación.
—¿Ya han terminado de hablar?
Dodoyama asintió con la cabeza.
El periodista volvió a ponerme el micrófono delante.
—¿Podría dedicarme unas palabras, por favor?
También el resto de informadores se concentraron a mi alrededor, mientras sacaban sus blocs de notas.
—La verdad es que compadezco a ese criminal de Ogoro —dije después de meditarlo mucho—. Entiendo perfectamente que quiera reunirse con su esposa y su hijo. No puedo imaginar la amargura que debe suponer el hecho de que una familia viva separada. Además, también comprendo perfectamente, y me duele, que se haya escapado de la cárcel, puesto que yo también quiero mucho a mi mujer y a mi hijo.
Uno de los periodistas puso los ojos como platos.
—Oiga, ¿eso lo dice en serio?
El periodista que estaba agarrado al micrófono empezó a vociferar salpicando saliva.
—Eso es mentira, hombre. Este tipo está pensando en el momento en que su voz llegue al secuestrador, cuando se retransmita por la radio y la televisión, y está apelando a la compasión ganándose su simpatía. Por eso habla con ese empalago. Está claro que es por eso. Está aprovechándose de los medios de comunicación, menospreciando a los periodistas y a los medios.
Me quedé mirando al periodista, que levantaba los ojos y seguía chillando, y entonces pensé que esos tipejos también se habían convertido en mis agresores. Ahora eran mis enemigos.
Me acerqué a Dodoyama, que daba instrucciones con desenvoltura a sus subordinados, y le dirigí la palabra:
—Usted ha dicho que no hay manera de convencer a la esposa de Ogoro.
—De lo que no hay manera es de que ella acepte intentar convencer a Ogoro.
—Está bien, entonces yo intentaré convencerla para que lo haga —dije—. Si se lo pido a ella, que es la esposa de un criminal, no se podrá negar por responsabilidad y por humanidad, y si Ogoro escucha la voz de su esposa, se desatarán sus sentimientos.
—Pues en eso tiene razón —dijo Dodoyama mirando a su alrededor, y entonces se dirigió al policía que hacía un rato me había apartado a un lado de la carretera—. ¡Eh, tú! Haz el favor de acompañar al señor a la casa de la mujer de Ogoro. —Acto seguido, se volvió hacia mí—. Este hombre se llama Anchoku. Lo va a conducir hasta la casa de Ogoro en un coche patrulla. Así que, una vez que haya convencido a la esposa del tipo, él lo traerá de vuelta.
—Entendido.
—¡Vamos, pues!
Anchoku y yo nos subimos en los asientos delanteros del coche patrulla. Los conocidos del barrio se quedaron mirando el vehículo, contemplándome de arriba abajo como si yo fuera un delincuente escoltado. Todos sin excepción tenían un semblante lleno de curiosidad y de superioridad. Y pensé que también esos individuos eran agresores, enemigos.
Salimos a duras penas de la nueva zona residencial, por entre un hervidero de fuerzas policiales, periodistas y mirones, y el coche patrulla partió hacia la zona este, un lugar con abolengo, que se encontraba separado por una carretera.
—La mujer de Ogoro es una belleza —me dijo Anchoku secándose el sudor de la cara con un pañuelo manchado de color grisáceo—. Tiene montones de admiradores que van detrás de ella. Quiere divorciarse de Ogoro, y parece que no hay nada que hacer. Dice que ya no quiere saber nada de él. Por eso no es probable que vaya a convencer a Ogoro. En resumen, no parece que sea una mujer que va por ahí convenciendo a terceros.
—¿Ah, sí? —dije mientras meditaba sobre el asunto.
Intentar convencer a una mujer así sería una pérdida de tiempo. Quizá fuese mejor recurrir desde el principio a medidas drásticas, más directas. Por eso mismo el policía Anchoku era un obstáculo para mí. Seguí absorto en mis pensamientos, a la búsqueda de algún método adecuado a las circunstancias.
Mientras seguía meditando, el coche patrulla se adentró en la zona comercial llena de hileras de casas viejas y se detuvo a la entrada de una callejuela. Anchoku y yo nos bajamos del coche, nos metimos por el callejón sin salida hasta el segundo edificio desde el fondo, donde estaba la casa de Ogoro. Nos paramos delante de una puerta corredera enrejada con cristal esmerilado. Como cabía esperar, allí también había movimiento de medios de comunicación. Al verme escoltado por Anchoku se imaginaron de qué iba la cosa, porque uno de ellos estuvo a punto de hablarme, aunque se contuvo por la presencia del policía.
—Eso después. Esto es un asunto de importancia.
—¡Toma, y lo nuestro también! —espetó exasperado el periodista, y, torciendo el gesto, se separó de nuestro lado.
—¡Con permiso! —dijo Anchoku abriendo la puerta corredera.
—Si son de la prensa, ya pueden irse por donde han venido —contestó una voz chillona de mujer desde el fondo de la vivienda.
—¡Policía!
—Con más motivo aún ya pueden retirarse. Si vienen para ver si convenzo a Ogoro, no pienso hacerlo, así que…
Anchoku me hizo señas con los ojos para entrar de todos modos. Irrumpimos en el piso de hormigón[35] y cerramos la puerta corredera tras nosotros.
La joven mujer, que, aun siendo bella, tenía unas facciones duras alrededor de las cejas, apareció en el vestíbulo.
—¿Qué pasa?, ¿qué es esto? Entrar como Pedro por su casa…
Yo le hice una reverencia con cortesía.
—Disculpe usted. Esto…, ¿es usted la señora de la casa? Eh… —No sabía cómo referirme a su relación con Ogoro, así que de momento me limité a decir—: Esto…, el señor Ogoro…
—No me nombre a Ogoro, por favor. Yo ya no tengo nada que ver con ese tipo.
—Pero usted está casada con él, ¿no es así? —dijo Anchoku medio enfadado—. ¿No son acaso marido y mujer? Por mucho que diga que es un asesino, mientras no se divorcien seguirán estando casados, ¡digo yo!
—¡No somos un matrimonio, y punto! —le respondió a gritos la esposa de Ogoro—. El hecho de que un matrimonio lo sea o no ¿es algo que puedan saber los demás?
—No entiendo lo que me dice, señora.
En ese instante apareció un niño de unos seis años, se colocó al lado de la esposa de Ogoro y nos miró de arriba abajo a Anchoku y a mí.
—Pues…, esto… —me puse a hablar tranquilamente reprimiendo a Anchoku—. Por mucho que odie a Ogoro, parece ser que él no se olvida de usted ni de su hijo. Por eso le digo que…
—Eso no es asunto suyo. Y ahora, si me permiten, tengo que irme a trabajar. Tengo turno de noche y debo cambiarme, así que si me disculpan… —respondió mientras se disponía a meterse en la casa.
Anchoku le gritó:
—¿Por qué no escucha lo que tiene que decirle este hombre? ¡Ogoro tiene retenidos a su mujer y a su hijo!
En el momento en que Anchoku, con gesto totalmente serio, se puso a gritar exasperado, extraje un bate de béisbol para niños de un paragüero, al que le había echado el ojo hacía rato. Lo levanté, apunté a la coronilla de Anchoku y lo estrellé con todas mis fuerzas contra él.
—¡Zaaas!
Se oyó un ruido seco y, por un instante, se me quedó el brazo derecho entumecido y sentí una mezcla de placer y de culpa. Anchoku se cayó hacia delante, en posición de firmes como estaba, y su frente se estrelló violentamente contra la esquina del resalte de entrada a la casa.
—¿Qué ha hecho? —me preguntó la esposa de Ogoro, al tiempo que se sentaba sin esperanzas en medio del recibidor, con los ojos como platos—. U… usted acaba de matar de un porrazo al policía, ¿se da cuenta? Se va a armar una buena.
—Seguro que no está muerto. Con mucho, se habrá desmayado —dije mientras le quitaba la pistola a Anchoku y apuntaba con ella a la esposa de Ogoro.
—Pórtate bien. Venga, échame una mano. Hay que sacar al madero y cerrar la puerta con llave, ¿entendido?
—¿Cómo? ¿Qué piensa hacer? —La esposa de Ogoro se acercó a su hijo, se abrazó a él y empezó a temblar, a la vez que se tambaleaba.
Yo seguía apuntándoles con la pistola, y, con grandes dificultades, le quité a Anchoku el cinturón en el que llevaba su pistolera y me lo coloqué en la cintura.
—¡Vamos! ¡Rápido! ¡Venid aquí! ¡Agárrale las piernas!
La esposa de Ogoro se puso en pie tambaleando y bajó al piso de hormigón. Yo abrí la puerta corredera, cogí a Anchoku por la solapa con una sola mano, le dije a la esposa de Ogoro que lo agarrara por ambas piernas y lo sacamos afuera arrastrándolo hasta el callejón que había a la entrada de la casa. Pesaba lo suyo, todo hay que decirlo. Volvimos a casa, y obligué a la esposa de Ogoro a que cerrara con llave la puerta corredera.
—No me haga nada, se lo pido por favor —me dijo con las piernas temblándole.
Entré en el salón con los zapatos puestos, estiré al niño del hombro y, apuntándole en la carita, le ordené a la esposa de Ogoro:
—Si haces lo que te diga, no te pasará nada. ¡A ver! Cierra todas las puertas exteriores de la casa y enciende todas las luces.
—Se lo ruego, no le haga nada a mi hijo —dijo la esposa de Ogoro entre sollozos.
—¡Qué niño tan precioso para una arpía como tú! Deja de preocuparte y cierra cuanto antes todas las puertas exteriores.
Al fondo del vestíbulo había un salón de seis tatamis[36] y al otro lado, un corredor que daba al jardín posterior. La esposa de Ogoro, con lágrimas en los ojos, empezó a cerrar la puerta del corredor que daba al jardín.
Entretanto, fuera, en la entrada de la casa, se oía un gran bullicio. Hasta había un tipo que llamaba a la puerta corredera.
—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
—¿Ha ocurrido algo?
—¡Eh! ¡Abran! ¡Abran!
—¿Está todo bien?
—¿Qué ha sucedido? Explíquennos la situación ahí dentro.
—Pero ¿qué es lo que ha pasado?
En aquel salón de seis tatamis había una luna de tres espejos que no pegaba nada con la casa, y, sobre la mesita situada a un costado, un teléfono que empezó a sonar. Yo me acerqué mientras seguía de cerca al chiquillo, sin dejar de apuntarle con la pistola en la nuca. Con la mano que tenía libre agarré el auricular.
—¿Sí?, ¿quién es?
—Hace un momento, de la entrada de la casa ha salido rodando un policía al que le han partido el cráneo —me dijo una voz de varón joven—. ¿Ha pasado algo dentro de la casa?
—¿Y tú quién eres?
—Soy uno de los periodistas que están apelotonados como hormigas delante de la vivienda. ¿Es usted el señor Ido? Su mujer y su hijo están retenidos por Ogoro, ¿no?
—¡Y yo no hablo con periodistas! —le repuse gritando—. ¡Vosotros sois mis enemigos!
—Nosotros no somos sus enemigos, hombre.
—Eso es lo que vosotros os creéis. Los periodistas sois los enemigos de todo aquel que se ve envuelto en un delito. Y la policía también. Sin embargo, con la policía sí quiero hablar. Házselo saber a la policía —dije, y colgué el auricular del teléfono como si lo estrellara contra algo. Después me volví hacia la esposa de Ogoro, que estaba a mi espalda, paralizada de miedo—. ¿Hay alguna otra entrada o salida? Si las hay, ciérralas todas. Y sujeta todas las ventanas con clavos. También la del baño. Si entra alguien, tú y tu hijo os vais al otro barrio.
El niño, asustado, empezó a llorar. La esposa de Ogoro juntó las manos para rezar y dejó caer una lágrimas sobre los abultados senos que dejaba adivinar su vestido.
—Se lo ruego. Iré a donde sea para convencer a Ogoro.
—¿Convencer a Ogoro, eh? —exclamé—. Y ¿por qué no has dicho eso desde el principio? Ahora ya es tarde.
Le di un empujón al niño, que se fue corriendo hasta donde estaba su madre y se puso a llorar a todo trapo. La esposa de Ogoro lo detuvo con los brazos y, llorando a gritos, se hincó de rodillas sobre el tatami.
—Si intentáis escapar, os dispararé, ¿entendido?
A esas alturas, madre e hijo mostraban su amor mutuo abrazándose con cariño. Como no sabía hasta cuándo iban a seguir sollozando, chasqueé la lengua y eché un vistazo a la casa. La vivienda de los Ogoro era de una sola planta. Cerré bien todas las ventanas y me dispuse a abrir la puerta del baño.
—¡¡¿¿Eh??!!
En ese instante vi a alguien que parecía un periodista intentando entrar por la ventanita del baño. Sudaba la gota gorda porque se había quedado atascado a la altura del pecho. Me cambié la pistola de mano.
—¡Un momento, por favor! —gritó nervioso el hombre antes de que le estrellara la garganta de la culata en la cabeza.
El tipo profirió un alarido.
—Pare, por favor. Yo no soy nadie sospechoso.
—Eso ya lo sé. El sospechoso soy yo. —Y le volví a golpear aún más fuerte.
—¿Por qué le ha hecho algo así a un policía? —me preguntó el periodista sin perder su condición de informador mientras le caía la sangre por la frente.
Pero en esos momentos mi enemigo era precisamente ese espíritu periodístico. Así que le grité que se callara y le aticé en la boca con la culata. El periodista pegó un gran chillido y se cayó por la ventana con los dientes partidos como si fueran pipas de sandía.
Cuando me disponía a volver al salón de seis tatamis para preguntar dónde tenían un martillo y clavos para remachar la ventana del baño, me encontré con que la madre y el hijo estaban en el piso de hormigón haciendo sonar el candado de la puerta de entrada. Como es lógico, tenían intención de huir sigilosamente. Hasta ese mismo instante, pensé, no habían hecho más que llorar abrazaditos con total afectación. Encendido de cólera, apunté la pistola hacia el techo y disparé.
—¡Pum!
El feroz disparo retumbó por toda la casita, y por un instante me lastimó tanto los oídos que me quedé sordo. La madre y el hijo se cayeron de culo al piso de cemento e, impacientes por ponerse de pie, se pusieron a arañar la puerta corredera. Pensé que las intenciones de la madre y el niño eran las mismas, así que me acerqué a la esposa de Ogoro y le apunté en la nuca con la pistola.
—Te mato.
Nada más decir esto, la esposa de Ogoro se desmayó y al caer se dio un golpe contra la puerta corredera.
En el exterior volvía a oírse el tumulto, y a través de la puerta de cristal se podía ver la sombra de los periodistas que merodeaban por la entrada. Al parecer no habían escarmentado, porque seguía habiendo quien golpeaba la puerta de cristal. Pensé en pegar otro tiro, pero habría sido un desperdicio de balas, así que me lo pensé mejor y lo que hice fue arrastrar hasta el salón el blandengue y pesado cuerpo de la extenuada esposa de Ogoro. El pequeño se hizo pis sentado en el piso de hormigón.
De nuevo sonó el teléfono.
—¿Señor Ido? —En el auricular resonó la voz atropellada de Dodoyama.
—Sí, soy yo.
—¿Ha sido usted quien ha golpeado a Anchoku en la cabeza con un palo duro como un bate, dejándosela abollada y como consecuencia de lo cual ha sufrido un desmayo? —Parecía, pues, que no se había muerto.
—Sí. He sido yo.
—¿Por qué lo ha hecho? —La voz de Dodoyama transmitía su cólera—. A… a mi subordinado. A un buen policía bien educado que no ha hecho nada malo.
—Yo también era un buen ciudadano hasta hace muy poco. Pero, como sucede con un policía que se convierte en agresor, también es posible que un ciudadano normal sea un agresor. Ahora yo me he convertido en un atroz agresor —le dije hablando despacio, dándoselo todo mascado, para que el simple de Dodoyama entendiera, aunque fuera un poco, mi conducta—. Es para estar a la altura de Ogoro. ¿Lo entiende, verdad?
Dodoyama se quedó sin respiración.
—¿Se da cuenta de que si hace así las cosas, usted también es un delincuente?
—¿No se lo he dicho? Ahora yo soy un agresor, amigo.
La esposa de Ogoro, que seguía tendida sobre el tatami, recuperó de repente la conciencia pero fingió que seguía desmayada y aguzó el oído para ver qué decía.
—En lugar de continuar siendo una víctima, se podría decir que he escogido el mismo camino que Ogoro, es decir, el de agresor. Si continuara siendo una víctima, sería más cómodo y más fácil mantener alejados a los medios de comunicación que siguen quejándose nerviosos. Sin embargo, yo soy una persona sin aptitudes para ser una víctima. Por eso mismo he elegido esta postura más difícil. He escogido este camino porque me gusta. Así que no se entrometa.
—¡Claro que me entrometo! —gritó Dodoyama—. ¿Es que piensa que va a mejorar la situación? Quizá crea que para salvar a su familia lo mejor es convertirse en un delincuente, pero es al revés: eso no es nada bueno para los suyos.
—Todavía no me ha entendido, por lo que parece. Para mí, el hecho de salvar a mi familia se ha convertido en estos momentos en lo segundo o lo tercero más importante, desde el instante en que tomé la resolución de ser agresor. Ser agresor es mi principal objetivo en estos momentos.
—¿Cómo? —Dodoyama permaneció callado durante unos instantes sin saber qué decir.
—Es inútil que trate de convencerme —dije yo, tomando la iniciativa.
—Está bien, dígame qué puedo hacer —dijo Dodoyama—. ¿Debo tratar este caso como si tuviera dos escenarios distintos y dos delincuentes distintos, es decir, dos secuestradores? ¿O más bien como un solo caso?
—Le voy a decir lo que va a hacer —le contesté—. Puede considerarlo como un solo caso. Es decir, hasta ahora debía de haber un caso con varios agresores opuestos entre sí, pero aunque no sea así, en un principio para el delincuente y su familia, y para la víctima y su familia tanto la policía como los medios de comunicación son los agresores. Si se produce un incidente, para todas las personas implicadas la sociedad en su conjunto es la agresora. En un principio es fácil invertir los papeles de agresor y víctima, y se hace difícil distinguirlos. ¿Entiende?
—Sí, sí, entiendo. O no. No lo entiendo. Sí, entiendo lo que dice. Ahora bien, lo que todavía no me ha dicho es qué debería hacer yo.
—Allí tiene la centralita, ¿verdad? En el interior del coche patrulla que está aparcado cerca de mi casa.
—Así es.
—Bien, pues allí hay una línea conectada directamente con mi casa.
—Bueno, sí, tiene razón.
—Quiero que la conecte con mi vivienda.
—¿Perdón? —Dodoyama dejó de hablar.
—¿Le pasa algo?
Acto seguido, Dodoyama dijo con miedo:
—Aunque usted renuncie a su obligación de proteger la seguridad de su familia, yo debo seguir protegiendo la vida de su esposa y de su hijo.
—Y eso ¿qué tiene que ver?
—Si usted habla por teléfono con Ogoro, tanto su mujer como su hijo estarán expuestos a una situación de riesgo.
—¿Quiere decir que nos vamos a pelear? —dije yo sonriendo con la voz ronca—. Si no me pone con él, los que estarán expuestos a una situación de riesgo serán la esposa y el chaval de Ogoro.
Pareció que Dodoyama estuviese esperando que yo lo amenazara formalmente con esas palabras.
—Muy bien. En ese caso, no hay nada que hacer —dijo aliviado—. Le conectaremos por teléfono. Espere un rato. ¡Ah! Por cierto… —Y se puso a toser—. ¿No le importará que pongamos un micrófono en el teléfono, verdad?
Me quedé sorprendido.
—Aunque le diga que no, lo van a poner de todos modos, ¿no es así? ¡Esas cosas no las pregunta un policía! ¡A usted le pasa algo!
—Es posible —dijo Dodoyama hablando entre dientes—. Le he hecho una pregunta tonta, ¿verdad? Está claro que me pasa algo. —Y me colgó el teléfono.
Después de eso, le di un puntapié en el costado a la esposa de Ogoro, que se encontraba en el suelo y estaba preocupada por el dobladillo de la falda, que se le había descosido.
—Deja de fingir que te has desmayado. Ve inmediatamente al baño y sujeta la ventana con clavos. A partir de ahora, si entra alguien, me cargo al niño.
Mientras gimoteaba sujetándose el costado, la esposa de Ogoro se fue lentamente hacia la cocina y empezó a buscar el martillo y los clavos. El niño lloraba diciendo que se había hecho pis; subió trepando por el piso de hormigón y empezó a quitarse los pantalones mojados.
—¿Dónde están los pantalones y los calzoncillos del chaval? —grité yo en dirección a la cocina.
—Tú mismo los puedes buscar, ¿no, Rokurō? —respondió la madre con voz chillona, dirigiéndose al niño.
—Me he hecho pis —seguía llorando el pequeño—. ¡Ay! ¡Me he meado!
No habían pasado más de cinco minutos cuando volvió a sonar el teléfono. Era la voz de un hombre que se apresuraba a hablar:
—Tú, tú, tú, qui… qui… ¿quién eres?
—El que ha llamado eres tú. ¿Qué es eso de «quién eres»?
—¿Qué, qué, qué dices? Tú me has llamado.
—Bueno, está bien, como quieras. La policía nos debe de haber puesto en contacto a los dos. ¿Eres Ogoro, verdad?
—A… a… a… así es.
—Yo soy Ido, el dueño de la casa que tú has secuestrado. ¿Lo entiendes?
—Lo, lo, lo…
—Pues si lo entiendes, sigamos hablando. Ahora yo estoy en tu casa. Estoy atrincherado y tengo como rehenes a tu mujer y a tu hijo. Como prueba, vas a escuchar la voz de tu pequeño. —Le puse el auricular al chaval delante de las narices—. ¡Ponte! Es tu viejo.
El niño se puso a llorar a todo trapo mientras gritaba por el auricular a su padre para que lo ayudara.
La esposa de Ogoro, que estaba sujetando la ventana del baño con clavos, vino pitando y le arrebató al niño el auricular del teléfono.
—Oye, ¿me quieres decir por qué te has fugado de la cárcel? ¿Por qué has hecho algo así? Por tu culpa, las estamos pasando moradas. ¿Es que piensas echar a perder mi vida y la de Rokurō?
Como me imaginaba, se puso a dar gritos. De intentar convencerlo, nada de nada. Lo que hizo fue ponerlo verde. Yo no podía imaginar lo que podía pasar si ella seguía insultándolo. Pensé en lo superficiales que son las mujeres.
—¿Qué? ¿Eh? Si te sigo queriendo o no, es algo que ahora no viene al caso. Lo que tienes que hacer es salir de allí. Si no, este hombre nos las va a hacer pasar moradas. ¿Entiendes? Me estás poniendo mala. Eso es. Tiene una pistola. Sí, sí, sí. Te quiero. ¡Qué hombre tan terco! Puesto que te quiero, tienes que salir de ahí cuanto antes. ¿Que si pienso casarme con otro? Eso es algo que ahora no viene al caso. Rokurō está bien. Bueno, eso, que salgas cuanto antes. Pórtate bien, hombre.
Como no hacía más que gritar lo mismo una y otra vez, le quité el auricular de la mano.
—¿Lo has entendido, no?
Ogoro emitió un gemido.
—¡Mierda! ¿Qué piensas hacerles a mi esposa y a mi hijo?
—Si sales de mi casa, dejas que la policía te detenga y los míos salen sanos y salvos, no les haré nada —le dije despacito.
—Eso no lo puedo hacer —gritó Ogoro lleno de furia—. Yo, yo, yo, yo quería ver a mi esposa y a mi hijo, y por eso me he fugado. Si, si, si, si salgo de aquí y me detienen, volveré otra vez a la cárcel. Yo, yo, yo, yo quiero ver a mi mujer y hablar directamente con ella.
—¿No acabas de hablar con ella? —dije, con una risa sardónica—. Me parece que ella no tiene muchas ganas de hablar directamente contigo.
—¿Qué? —Podía oír por el auricular cómo le rechinaban los dientes a Ogoro—. ¡Lo que me temía! ¡Así que mi esposa tiene un amante! Si, si, si, si, si, si es así, con más motivo no pienso volver a la trena. ¡Voy a verla y hablaré largo y tendido con ella hasta convencerla para que se separe de ese tipo! Tr… tr… tr… trae aquí a mi mujer.
—¡Ni hablar! ¡Sal tú de mi casa!
—Si, si, si…
—Si no puede ser, mataré a tu hijo. Y después violaré a tu parienta.
La mujer de Ogoro profirió un grito y se fue huyendo a la cocina, seguida de su hijo.
—Tú, tú, tú, tú, ¿qué, qué, qué, qué tipo de persona malvada eres? —dijo Ogoro a voz en grito—. Si haces eso, estarás cometiendo un asesinato. ¡Un delito de violación!
—Exacto —le respondí riéndome a placer—. ¿O es que piensas que un asalariado serio como yo no es capaz de eso? Te acordarás de hasta qué punto puede ser malvado un trabajador serio.
—Te, te, te lo ruego —me dijo Ogoro con la voz turbada—. No se te ocurra violar a mi mujer.
—Entonces, sal de mi casa —le chillé—. Sal hoy mismo de mi casa. Si no, me cepillaré a tu mujer. Delante de tu crío, en este salón de seis tatamis. ¿Lo has pillado, no? —dije yo estrellando el auricular en el soporte mientras sonreía irónicamente.
Fui a la cocina y vi cómo madre e hijo, insaciables, seguían abrazados lujuriosamente.
—¡Pero bueno…! —dije, pegándole una patada a la papelera que tenía al lado—. ¿Hasta cuándo pensáis seguir lloriqueando? Venga, prepara la cena inmediatamente. Cuando vuelvo a casa después del trabajo, lo primero que hago es cenar. Y no voy a consentir que la cena esté peor que la que hace mi mujer. ¡Date prisa!
—Esto…, yo… Es que tengo que ir a trabajar… —dijo tímidamente la esposa de Ogoro. Sabía que yo no iba a dejarla marchar, pero su naturaleza la obligaba a intentarlo al menos.
—¡Ah! Que quieres irte, dices —respondí dando un paso hacia ella.
Gimió y se volvió a abrazar a su hijo.
—Parece que no te gusta hacer la comida. Está bien, si quieres marcharte, puedes hacerlo. Eso sí, el niño se queda aquí. Para cuando vuelvas, ya habré preparado la cena. Un plato de caza «a base de niño asado».
El niño se puso a llorar a mares y volvió a mearse encima.
—Está bien, no me iré.
—Por supuesto que no —dije clavando un cuchillo que había en el fregadero en la tabla de picar—. Ni que decir tiene. Y prepara la cena de una vez, maldita sea.
La esposa de Ogoro empezó a hacer la cena con el odio reflejado en el fondo de sus ojos.
El teléfono volvió a sonar. Como era evidente que sería Ogoro, cogí al chaval por un brazo, lo llevé hasta donde estaba el aparato y descolgué el auricular.
—¿Qué hace mi mujer? —preguntó Ogoro después de comprobar por unos momentos mi reacción.
—Ahora está haciendo la cena.
—Y cuando la haya preparado, ¿qué vais a hacer?
—¿Qué vamos a hacer? Nos la comeremos los tres en este salón de seis tatamis: tu mujer, tu hijo y yo mientras vemos las noticias de la televisión, en las que saldremos nosotros.
—¿Ah, sí? Muy bien. Pues, en ese caso, yo voy a hacer lo mismo. ¡Mierda! Y después, ¿qué haréis?
—Después, esto…, como no hay otra cosa que hacer, nos acostaremos.
—A… Acos… Acos… Acos…
—Sí, acostarnos.
—¿Có… có… có… cómo vais a acostaros?
—¿Que cómo vamos a acostarnos? Pues para eso tendremos que extender el futón, digo yo.
—¿Fu… fu… fu… futón?
—Por supuesto.
—Los…, los…, los tr…
—¡Claro! Los tres juntitos. Si me quedo a dormir en la entrada yo sólito y se escapan, la liamos.
Ogoro volvió a quedarse callado.
Yo me puse a reír:
—No te preocupes, hombre. Hasta mañana por la mañana te garantizo que tu mujer se mantendrá casta. Ahora bien, si mañana por la mañana no te has ido de mi casa…
—¡Un momento! —gritó—. Pe… pe… pen… pensándolo bien, no hay ninguna necesidad de chantajearme. Al fin y al cabo, yo tengo retenidos a tu mujer y a tu hijo.
—En ese caso, ¿qué hacemos?
—Si no me traes aquí a mi mujer y a mi hijo inmediatamente, violaré a tu parienta.
—¡Cuidadito con lo que dices! —repuse como si estuviera furioso—. Basta con que me digas eso para sacarme de quicio. Si lo haces, mataré a tiros a tu hijo sin contemplaciones.
Durante un rato Ogoro estuvo tartamudeando para finalmente contestarme de manera apocada:
—Tú no tienes lo que hay que tener para hacer una cosa así.
Nada más decir eso, le retorcí el brazo al chaval, y éste dio un chillido parecido al de un gato vagabundo.
—¿Qué? ¿Qué le has hecho? —gritó Ogoro, y se quedó de una pieza.
—¿Quieres saber si soy capaz o no de matarlo? —dije riéndome a placer—. Lo siguiente que voy a hacer es estrangularle.
—Ni, ni, ni, ni, ni, ni se te ocurra. Por lo que más quieras. ¡Mi… mi… mi… mi… mi… mierda! Con… con… con… con… con… con… con… con… conque has lastimado a mi pequeño —dijo Ogoro llorando—. Está bien, pues yo también voy, voy, voy a maltratar al tuyo —espetó Ogoro, y puso el auricular del teléfono encima de la caja de música.
A lo lejos se podía oír vagamente la música de El lago de los cisnes en la caja de música junto con los gritos de mi mujer y mi hijo: «¡Mamá, socorro!», «¡Basta!», «¡Basta, por favor!». De repente se oyó un ruido desagradable. Enajenado, le doblé al niño el dedo meñique de la mano derecha. Lloraba y gemía estrepitosamente. La mujer de Ogoro, que estaba de pie a mi lado mirándonos con el alma en vilo, se puso a gritar a voz en cuello: «¡Rokurō!», y me lo arrebató de las manos.
—¿Qué te ha parecido? Le he golpeado a tu hijo en la cabeza con to… to… to… to… to… to… todas mis fuerzas.
Me adelanté a las intenciones de Ogoro al oír su voz. Él estaba sumamente excitado y respiraba ruidosamente por la nariz.
—¡Conque esas tenemos! Pues que sepas que acabo de romperle el dedo meñique a tu chaval. ¡Escucha! ¿Lo oyes?
Le acerqué el auricular para que oyera cómo el pequeño seguía gritando enloquecido a lo lejos, y cómo su madre no hacía más que chillar: «¡Rokurō!, ¡Rokurō!».
—¡Llama inmediatamente a un médico! —gimoteo Ogoro al otro lado del teléfono.
—Si sales de mi casa… Y será mejor que te estés callado. Me vuelvo loco con facilidad.
Durante cerca de cinco minutos estuvieron alternando los sollozos con los gritos. Por fin, vomitó de tanto gimotear y colgó.
La esposa de Ogoro no hacía más que pedir ayuda diciendo que llamara a un médico para que atendiera a Rokurō, así que la tiré al suelo de una bofetada y, cuando le estaba gritando que podía dar gracias de que no la matara, llamó Dodoyama.
—He estado escuchándolo todo clandestinamente —dijo—. Todo parece indicar que ha sido usted el que ha ido intensificando la escala de violencia.
—Me gustaría que esto lo calificara como «ejercer la hegemonía».
—Parece que le ha roto un dedo al niño. Voy a enviar a un médico, así que me gustaría que le dejara pasar.
—No pierda el tiempo —grité—. ¿Quién me asegura a mí que ese médico no es un agente disfrazado? —Como estaba seguro de que Dodoyama iba a seguir intentado convencerme con largas peroratas, enseguida le colgué el teléfono.
La esposa de Ogoro le hizo una primera cura a su hijo entablillándole el dedo con unos palillos de comer y unas vendas, pero como seguía gritando desesperadamente, le dio un montón de analgésicos. Debido a los efectos secundarios, el pequeño se quedó dormido.
Al llegar la noche, la esposa de Ogoro y yo nos pusimos a cenar mientras veíamos las noticias y los programas especiales en los que nosotros éramos los protagonistas. Pensé que en las casas vecinas había demasiado ruido, pero al ver en directo el dispositivo que había fuera, advertí por primera vez de dónde procedía ese follón. Los periodistas habían entrado en la casa de un coreano que vivía al lado y allí, mientras éste estaba ausente, habían montado la sede de recogida de noticias. El coreano estaba protestando porque los periodistas habían estado usando gratis su teléfono. Por eso estaba furioso. Después de echarlos de su casa, le pegó la bronca a su esposa, y su voz se podía escuchar incansable a través de la pared, gritando improperios.
En la televisión se me trataba bastante compasivamente en comparación con Ogoro, pero, aun así, el locutor se refería a mí llamándome Ido a secas, así que estaba claro que me trataban de delincuente. En la pantalla de la televisión iban apareciendo alternativamente las dos viviendas. Delante de la casa de Ogoro, donde yo estaba, y también en mi casa, donde estaba atrincherado Ogoro, habían colocado unos proyectores que se dirigían a las respectivas entradas. Eso hacía que dentro de la casa, en la entrada y en el salón de seis tatamis, si se abrían las puertas correderas, hubiera tanta claridad que parecía que estuviésemos a pleno día.
Por fin, pasadas las once de la noche, se dejaron de oír las voces de la policía, los medios de comunicación, los mirones y demás, y la esposa de Ogoro y yo nos dispusimos a dormir con el niño en medio. Sin embargo, como era previsible, nos resultaba difícil conciliar el sueño, así que, no pudiendo aguantar más inmóvil, me deslicé hasta el futón de la esposa de Ogoro y por fin la violé.
En condiciones normales, ese día me habría acostado con mi mujer. Al acercarme y decirle que cumpliera con su responsabilidad de esposa, la mujer de Ogoro no se resistió: parecía no tener un concepto muy claro de la castidad. En resumen, murmuró dos o tres quejas y se entregó a mí con bastante facilidad. Al pensar que para entonces tal vez mi mujer habría sido violada por Ogoro, no sé por qué, pero me excité a más no poder, y tuve una eyaculación precoz.
A la mañana siguiente, nada más despertarme llamé por teléfono. Cuando intentaba ponerme en contacto con mi colega delincuente, no lo logré, quizá porque así lo habían decidido los altos mandos policiales, o porque Dodoyama no le había pasado la llamada. Pero, por lo que el inspector de policía me dijo, Ogoro seguía sin salir de mi casa. Yo quería hacerle llegar algo, así que le pedí a Dodoyama que enviara a un policía hasta la ventana del cuarto de baño y colgué el teléfono. Pensando que me había ido aproximando al siguiente peldaño de la violencia, me decidí a subirlo. Fue duro, pero si no lo hacía perderían sentido todos mis actos. Así fue como corté de cuajo el dedo meñique del hijo de Ogoro. Era el de la mano derecha, el que le había partido la noche anterior. Cuando manifesté mi propósito de cortárselo tras haber cogido un cuchillo de la cocina, la esposa de Ogoro y su hijo se postraron en el suelo llorando y gimiendo. Pero yo no tuve clemencia. Le corté el dedo meñique de la mano derecha en la mesa del comedor, apretando con todas mis fuerzas, y el crío se desmayó. A la esposa de Ogoro, trastornada, le dio la risa tonta, y como estuvo bastante tiempo sin cortarle la hemorragia de la sección amputada, la sangre fue corriendo a raudales por el suelo de la cocina. Exprimí bien la sangre que manaba del dedo meñique amputado, lo metí en un sobre, me fui al baño para retirar de la ventanita todos los clavos que había puesto el día anterior, y la abrí. Debajo había un policía en posición de firmes. En cuanto me vio, empezó a jugar con las palabras para intentar convencerme, pero yo me limité a entregarle el sobre sin decir ni mu. Tres cámaras situadas a unos metros detrás del poli enfocaron sus objetivos hacia mí. Me imaginaba el pie de foto en los periódicos: «Ido entregando a un policía el dedo pequeño de Rokurō». Pocos minutos después, Dodoyama, estupefacto tras observar el contenido del sobre, me llamó por teléfono profiriendo gritos de qué era aquello, pero para entonces yo ya no tenía oídos para nada. Si hubiera prestado oídos a eso, no habría tenido necesidad de hacer lo que había hecho. Me parecía incomprensible que no lo entendieran ni el poli de antes, ni Dodoyama ni los policías en general. Pedí de nuevo que le entregaran sin falta a Ogoro el sobre con el dedo. Y estaba convencido de que la policía se lo entregaría. El sadismo de toda la sociedad, incluidos la policía y los medios de comunicación, no tenía por qué convencernos, al darse cuenta de la escalada de nuestra lucha. El diario de la mañana no se repartió, y tampoco el vespertino, pero por lo que vi en televisión, el acto cruel de haberle cortado el dedo al crío había generado la opinión de que yo era un criminal más peligroso que Ogoro, cosa que me tranquilizó. Al ver el dedo meñique, Ogoro se habría incendiado de ira, y cada vez que me imaginaba que, como revancha, le estuviera cortando el dedo meñique a mi propio hijo, temblaba de ira, una ira que dirigí contra la sociedad, la policía y los medios de comunicación. Lo que hacía entonces era contemplar el paisaje exterior a través del baño o de la cocina y disparar contra las personas a las que descubría queriendo acercarse hacia mí. Por lo general, no acertaba. Sólo en una ocasión le di en el pie a un locutor micrófono en ristre. Se cayó al suelo y, dejando de lado la serenidad y la apostura de que había hecho gala hasta ese momento, desahogó su cólera gritando impetuosamente por el micrófono. El hijo de Ogoro recobró la conciencia poco después del mediodía y, a partir de entonces, no paró de gritar por el intenso dolor que sentía, dando saltos como si fuera una gamba. La medicación a base de analgésicos ya no le hacía efecto por muchos que tomara, y además se iban agotando. La mujer de Ogoro perdía el oremus de vez en cuando y se ponía a tararear alguna canción pop demencial, o bien se ponía a reír frívolamente levantando la vista. Pero cada vez que recobraba la cordura, se ponía a llorar y abrazaba a su hijo, que sufría un alto grado de excitación. Fue entonces cuando me convencí claramente de que yo no era una víctima. Tanto Ogoro como yo éramos agresores y no víctimas, y la sociedad, a la que pertenecían la policía y los medios de comunicación, ya no era una agresora con respecto a Ogoro y a mí, sino lo mismo que con respecto a los conflictos internos que armaban los estudiantes del nuevo movimiento izquierdista, es decir, algo así como un conjunto de meros espectadores que, en ciertos casos, incluso tenían que adoptar el papel de víctimas. Pero a mí esa sociedad me daba ya lo mismo. Para mí, el mundo exterior se circunscribía a Ogoro y a mi casa, donde estaba mi familia, y lo que se llama «sociedad» no era más que algo útil para transmitir un mensaje a ese mundo exterior. Esa noche volví a hacer el amor con la esposa de Ogoro junto al crío, que seguía sin poder dormir y lloraba y daba alaridos por el intenso dolor que sentía. Cada vez que recuperaba la cordura, la esposa de Ogoro no podía evitar apresurarse a realizar las tareas cotidianas, ya fuera cocinar, poner la lavadora, hacer el amor, etcétera. El caso es que aquella noche me deseó intensamente. Para prolongar en lo posible el acto, intenté distraerme disparando un tiro al techo cuando estaba en mitad del asunto. El estruendo alteró la tranquilidad que había vuelto a la ciudad en aquellas horas de la madrugada. El grito lastimero que profirió la mujer del vecino coreano al oír el disparo repercutió en la pared contigua. A la mañana siguiente, tras darme cuenta de que lo que había conseguido con el disparo no fue más que adelantar la eyaculación, me enteré por la televisión de que Ogoro seguía atrincherado en mi casa, así que me apresuré a amputarle a su hijo el dedo anular de la mano derecha. La esposa de Ogoro se abrazó al crío, que había sufrido una lipotimia y estaba tendido en el suelo sin poder reír ni llorar, con la mirada perdida. Poco después del mediodía, varias horas después de llamar a Dodoyama para que encargara al madero de antes que viniera a recoger el dedo anular, me telefoneó diciendo que Ogoro le había pedido a un policía que me trajera un encargo, y me avisó para que no le disparara al acercarse a la ventana de la cocina. Lo que me trajo el poli fue, como yo esperaba, el dedo meñique de mi hijo. Ogoro había respondido a la provocación. Pensando que todo avanzaba según lo previsto, reí disimuladamente y, al punto, le amputé al crío el dedo corazón de la mano derecha. En el momento en que vi su cara blanca como el papel al perder el conocimiento, me di cuenta de que a esas alturas mi propio hijo estaría en esas mismas condiciones, y eyaculé sin querer, en medio de una enorme tristeza y dolor, mientras le cortaba el dedo con el cuchillo de cocina. La ira hacia la sociedad disminuyó algo con respecto al poli que se limitaba a entregar los dedos. Posteriormente, mi objetivo era mantener mi estoicismo asumiendo plenamente el papel de agresor, y sólo tenía confianza en el principio de mi propio placer, que se supone debía haber terminado sin sentir desagrado mientras siguiera manteniéndolo. Fiel a ese principio, seguí haciendo el amor con la enajenada esposa de Ogoro mientras miraba de reojo al pequeño, que se estaba desangrando desde el mediodía y seguía sin recuperar el conocimiento, debatiéndose entre la vida y la muerte. Y por la noche volvimos a hacer el amor. A la mañana siguiente recibí el dedo anular de mi propio hijo. Enseguida le corté el dedo índice al crío de Ogoro, pero ya no le salía mucha sangre. Tres horas después de haberle entregado el dedo índice al policía, el pequeño murió. Mantuve su cadáver en el interior de la casa. Al fin y al cabo, le quedaban seis dedos sin amputar, y Ogoro no tenía forma de saber si se los había cortado estando vivo o muerto. Cada día Ogoro y yo nos intercambiábamos uno o dos dedos de nuestros hijos y se los confiábamos al poli. En televisión se informaba de que, dada la situación, era de suponer que los niños hubiesen muerto, y llegó el momento en que al hijo de Ogoro sólo le quedaron dos dedos. En la nevera ya no quedaba comida, se nos agotaron hasta las latas, así que tanto la mujer de Ogoro como yo empezamos a tener hambre. Llegué a pensar en comerme el cadáver del crío, pero desistí. No porque fuera carne humana, no, sino porque estaba empezando a pudrirse. Una vez cortados todos los dedos del niño, me quedé sin material que confiarle al poli; por eso decidí amputarle el dedo meñique a la esposa de Ogoro. En el momento en que se lo iba a cortar, llegué a dudar por un instante si se trataba de mi propia esposa o de la de Ogoro, y, al contemplar cómo ésta se miraba fijamente su mano derecha amputada, me excité imaginando la figura de mi esposa, que estaría en la misma situación, y la seduje. Sentía la necesidad de hacer el amor sin parar con la esposa de Ogoro, que estaba sumida en una serena locura. Lo hacía para que no me carcomiera la cordura. Temía que me hubiera sobrevenido una auténtica locura completamente distinta a la forma de ver y de pensar de la sociedad, que ya juzgaba que estaba loco por los actos que había cometido. Poco después me llegó un dedo meñique de mi esposa enviado por Ogoro. Enseguida le amputé a la esposa de Ogoro el dedo anular de la mano derecha. Y empezó el intercambio de dedos de las respectivas esposas. Casi cuando la mujer de Ogoro se estaba quedando ya sin dedos en la mano derecha, falleció. Estaba seguro de que también mi esposa y mi hijo habrían muerto. Ya no quedábamos más que Ogoro y yo, y la sociedad; una sociedad que incluso se iba alejando poco a poco de nosotros. Dejamos de aparecer en las noticias de televisión, y de las inmediaciones de las casas fueron desapareciendo la policía, los medios de comunicación y los mirones. Sólo dos o tres veces al día venía el policía de turno con los dedos, como si se tratara de un cartero. También él llegó a preguntarse poco a poco qué es lo que hacía, y a veces, sólo por curiosidad, inclinaba un poco la cabeza a un lado con aire de duda y se quedaba mirándome desde debajo de la ventana de la cocina o del baño. Cuando se acabaron los dedos que le entregaba, hasta el policía dejó de venir. Debilitado y sin fuerzas en la mano, cogí el auricular y lo apliqué lentamente al oído. Ya no era Dodoyama quien cogía el teléfono, sino Ogoro. Los policías se retiraron y decidieron dejarnos a Ogoro y a mí a nuestro aire, así que pudimos hablar directamente por teléfono. Al escuchar la voz de Ogoro, que había perdido parte de su cordura, me sentí orgulloso de estar cuerdo todavía. Con un sentimiento de superioridad, le manifesté lo siguiente:
—Y bien, lo próximo que voy a hacer es cortarme el dedo meñique, que lo sepas.

Yasutaka Tsutsui