14 sept 2018

Confesiones de una antiaborto




La vida de los que estamos en contra del aborto, también se cruza con los abortos clandestinos. Y todo puede volverse, de un momento a otro, una película de drama y terror que parece no terminar nunca.

Acá, en mi barrio de clase baja, por lo general, se condena al aborto. No sólo al aborto, también a la abortista. Y los antiaborto, sin importar la clase social, solemos tener una postura en la esfera pública, aunque en el ámbito privado la cosa se mida con otra vara. Como la madre católica provida que si la hija adolescente se embaraza la lleva de las pestañas a abortar, o como el político este que condena públicamente el aborto pero que intentó presionar a su novia para que interrumpa el embarazo. Es horrible verlo, pero también entro yo en esta bolsa del horror. 

Un día, en mi entorno ocurrió algo terrible. Una de mis mejores amigas me escribe llorando: estaba embarazada y no lo quería tener. Igual de pobre que yo, había terminado como pudo la secundaria, trabajando en casitas de fiestas para no pedirle mucho a sus padres, y esperaba ansiosa su ingreso a la carrera. Ella quería seguir con su vida normal, no quería estar embarazada. Recalco: no es que no quería “ser madre”, porque la propuesta de “tenelo y dalo en adopción” que le hizo una compañera, ni siquiera la consideró. Quería dejar de estar embarazada y volver a su vida normal.

Esos días fueron de los más horribles de mi vida adulta. Sí, de la mía, porque a ella esta decisión no la afectó en casi nada, y a mí, en cambio, me dejó traumada por años. Lloramos muchísimo las dos. Ella me dijo que le daba vergüenza contarme, que sentía que me iba a desilusionar. Me decía que ella siempre había querido que yo esté orgullosa de ella y que sabía lo que iba a ser todo eso para mí. Ella lloraba más por mi dolor, que por el de ella. Soy algo sobreprotectora con la gente que quiero y por eso todo este sentimentalismo.

Ximena, así la vamos a llamar, consiguió el nombre de una pastilla que te hacía “perder el embarazo” y como yo trabajaba para un médico (le cuidaba a su mamá) caí al laburo con los tapones de punta. Le dije la verdad. Tengo una amiga, tiene 18, está embarazada. Me dijo que él no hacía abortos, que conocía a un médico que sí. Llamé y cobraba catorce mil pesos. No hubiéramos juntado esa plata ni con meses de laburo de las dos, y en estos casos, no podés dejar pasar los días. Lloré desconsolada en su escritorio (el de mi jefe) y me dijo “Es ilegal, se te puede morir o terminar presa. Por favor, piénsenlo bien”. No me habló desde la superioridad moral ni de clase, me habló desde la realidad.

“Se te puede morir o terminar presa”.

“Se te puede morir”.

Me fui a mi casa con eso. Esa mañana, con Ximena nos reunimos de nuevo en un café del centro y ella seguía firme. Le expliqué todo lo que me había dicho mi jefe y no importaban las opciones que imagináramos: ella quería terminar con ese embarazo a toda costa. 

Tuvimos que conseguir un lugar. Yo todavía vivía en la villa, el baño quedaba afuera del rancho, a varios metros, y era un inodoro clavado en la tierra y rodeado de cuatro chapas, sin techo. Hacerlo ahí hubiera sido la locura. En la casa de ella no se podía porque aun vivía con los padres. Una vez resuelto el lugar, fuimos a una farmacia. Nos vendieron la pastilla. Nos había costado juntar esa plata, creo que eran seiscientos pesos, ni una vigésima parte de lo que costaba un aborto en una clínica.

A la noche, en mi trabajo, mi jefe me pregunta “cómo está tu amiga”. Le conté todo lo que habíamos pensado y lo que habíamos conseguido en la farmacia. Me aconsejó como médico. Me explicó cómo prevenir una hemorragia. Me explico cómo prevenir una infección.

Salgo del laburo a la mañana y voy para el lugar que habíamos conseguido. Hacemos el procedimiento y unas horas después, Ximena pierde el embarazo. Lloraba. Yo también. Ella de alivio, yo de dolor. A mi jefe, que esa noche nuevamente me pregunta cómo estaba Ximena, le cuento todo. Me explicó qué estudios tenía que hacerse para controlar que no quede nada, que no se genere infección, que no se le lastime el útero. Fuimos a la mañana siguiente al hospital para controlar todo eso, y fingimos por supuesto, que el aborto había sido espontáneo. El terror de ser descubiertas y terminar presas hizo que esa ¿media hora? se sintiera como una eternidad.

Hay quienes dicen que el reclamo por el aborto legal es de minas de clase media, que lo hacen en nombre de la clase baja. Yo decía y pensaba eso. Y un poco es así. Y está bien que sea así. Las pibas reclaman por el derecho de las de clase baja, y con toda razón: son las chicas como Ximena las que pueden morirse en cualquier momento. Esas pibas de clase media podrían estar en su casa mirando Netflix, pero saben, por experiencia o por empatía, lo horrible que es un embarazo no deseado y la desesperación por terminar con el mismo. Las pibas de clase media reclaman en nombre de las de clase baja que no pueden gritar su deseo de abortar, porque acá, por gente como yo, se condena al aborto y a la abortista. Y si la piba pobre que desea abortar siente que su entorno la va a condenar, se la rebusca sola. Y lo hará de cualquier manera. Lo vi en Ximena. 

Una chica ante la desesperación por no cargar con un embarazo, está dispuesta a mandarse una aguja de tejer, una percha desarmada, una rama con perejil en la punta, un té de eucalipto que lo único que le va a dar es la diarrea de su vida o cualquier otro método casero. Va a tener que rogar, además, que la suerte esté de su lado, que la hemorragia no sea mortal, que la infección sea curable. Esa piba va a abortar aunque le digas que puede dar al bebé en adopción, porque lo que no quiere es vivir ese embarazo. Aunque le hagas sentir vergüenza por haber fallado, por haber cedido a una relación sexual sin protección o incluso, por haber quedado embarazada por factores externos a ella, como es la falla de un anticonceptivo. Aunque le digas asesina, abortera, hacete cargo. Aunque le digas todas las barbaridades que se te ocurran.

Mis creencias, rígidas y egoístas, sólo contemplan mi forma de ver el mundo, la concepción, la responsabilidad y la maternidad. Ximena me buscó porque supo que antes de ser antiaborto —mucho antes— soy amiga de mis amigas, pero el resto de las pibas no lo sabe. Porque cuando una es antiaborto se vuelve policía moral de la vida y el cuerpo de las otras.

No hubo manera de que yo logre deconstruir esto que siento por el aborto, aunque vivir todo esto me convenció de una cosa: hay que luchar por la despenalización del aborto, porque es algo que nos va a beneficiar a todos.

Si el aborto se despenaliza, y más aún, si se garantiza el acceso público y gratuito al mismo como un derecho más de la salud sexual de la mujer, las pibas van a dejar de tener vergüenza, dolor y miedo de morirse. No van a tener que llamar a otras mujeres para que las socorran, porque van a asistir a un hospital en el que se les da un medicamento y ahí termina todo. Sin que la gente como yo se entere, sufra y se horrorice, van a poder interrumpir ese embarazo que no están preparadas para afrontar, que las sumerge en un estado de desesperación que pone en riesgo su vida y su integridad física. Y los antiaborto también vamos a ser beneficiados, porque no vamos a tener que andar por la vida siendo tan cínicos, condenando el aborto de la boca para afuera y justificándolo cuando de nuestro entorno se trata.

Sé que yo no aborté ni abortaría, y también sé que la que quiere abortar, lo hará cómo sea. Y sé que no quiero ese infierno para nadie. Ni el mío, ese infierno de la culpa posterior por haber ayudado, ni el de Ximena, ese del miedo de morirse desangrada.

Si el aborto se despenaliza, las minas como Ximena ya no van a tener que pasar por el horror y la humillación de pedir ayuda en la clandestinidad. Y las minas como yo, podremos meternos nuestra moral en donde tiene que estar: nuestra propia vida

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